En el año 2000 el sello Bloodshot
Records editaba un recopilatorio con una selección de su todavía
joven catálogo. Entre los nombres que figuraban al reverso de esta
compilación uno podía encontrar músicos de la talla de Ryan Adams,
Robbie Fulks, Giant Sand, Neko Case o Alejandro Escovedo. Una
alineación de altura considerando que la colección servía para
celebrar el quinto aniversario de la escudería. Cierto es que en ese
momento gran parte de aquella lista permanecía todavía a un nivel
subterráneo (a excepción de un Ryan Adams que había dado el
pelotazo con Whiskeytown o veteranos como Fulks o Graham Parker), sin
embargo, que un sello de Chicago con apenas un lustro de historia
hubiera logrado reunir semejante cantidad de talento en tan poco
tiempo no dejaba de ser sorprendente.
El truco, como de costumbre, estaba en
abrir el cajón adecuado. Mientras la prensa ponía el acento en la
gélida Seattle y los sonidos derivados del grunge, en la llamada 'ciudad del viento' un
grupo de bandas que mezclaban las enseñanzas del punk con su
admiración por la tradición norteamericana permanecían bajo radar.
Ella protagonizarían la primera referencia del sello. For Life A
Sin: A compilation of insurgent Chicago country recogía a un puñado
de forajidos de la cuneta, cowboys fuera de tiempo. 1994 no parecía
el año indicado para cantar sobre amigos borrachos y llaneros
solitarios. O sí. De alguna manera aquellas tonadas polvorientas se
las ingeniaban para clavar su aguijón en el presente. En el fondo,
¿no era la lucha de Hank Williams contra la soledad del campo la
misma que la del obrero en su fábrica o la del paria en la cola del
paro? Cuando The Riptones bautizaron su canción con el rótulo
Suburbia alguien debió darse cuenta de ello.
Rob Miller, Nan Warshaw y Eric Babcock
lo hicieron y tras ese inicial recopilatorio decidieron explotar el
filón. Pronto se unirían a la familia malabaristas del banjo,
combos de country energético, songwriters de sombrero calado, bandas
en el filo de la ley que separa el rock de la música de raíces. En
1997 Babcock, uno de los fundadores del sello, abandonaba el barco.
Nada que objetar. Eran tiempos en los que vender una decena de discos
más o menos marcaban la diferencia entre poder hacer frente a las
facturas del mes. Sin embargo, entre referencias modestas y viajes en
caravana, Warshaw y Miller apostaron por seguir adelante. La suerte,
el esfuerzo diario o un poco de ambas cosas quiso que en 2001 Ryan
Adams decidiera editar su debut en solitario bajo la marca Bloodshot.
Espaldarazo a una idea, la del country agitado, rugoso, en las antípodas del sonido llegado desde Nashville, que por fin calaba
hondo. Aquel Heartbreaker permanece hoy todavía en lo alto de muchas
de las listas de los mejores álbumes de raíces de las últimas dos
décadas. Y bajo él, en una esquina del disco, sin mucho brillo,
pero orgulloso, el logo de Bloodshot Records.
A pesar de todo, los dueños de la
discográfica, siempre agradecidos a Adams, prefieren mirar al
frente. Celebrar cada nuevo lanzamiento como si fuera el último. Hoy,
veinte años después, pueden repetir jugada con un nuevo recopilatorio, While No Was Looking: Toasting 20 Years of Bloodshot
Records. En este tiempo el sello de Chicago ha sabido acumular
suficiente material como para trazar un mapa del sonido de raíces
norteamericano de las últimas décadas. Una brújula en el que
destaca ese country furioso, que mezcla el bourbon de Hank Williams
con la rabia del punk más afilado. Ahí tenemos a unos todavía en
forma Old 97's para atestiguar que Gram Parsons tenía motivos de
sobra para calzarse las botas de cuero en Nellcôte. O a los pioneros
del country alternativo The Bootle Rockets, que firmaron con sus dos
primeros discos un tratado de cómo componer country obrero, de
espuelas y fábricas de acero. Sin embargo, no todo son balazos y
labios ensangrentados en la historia de Bloodshot.
Conscientes de que aquel primer impulso
de mediados de los noventa tendría tarde o temprano un final, la
discográfica ha sabido nutrir de savia nueva su catálogo. Puede que
los nombres más exitosos hayan decidido buscar mejores compañías
(el propio Ryan Adams o los imprescindibles The Sadies), sin embargo,
el relevo parece garantizado. Justin Townes Earle (¿es todavía
necesario apuntar el dato biográfico sobre su padre?) parece haber
encontrado el equilibrio con esa mezcla de folk y soul a lo Nueva
Orleans. Al menos hasta que hace unos meses decidiera dar un portazo
y comenzar su andadura por la autoedición. JC Brooks & The
Uptown Sound han sumado la paleta completa de la black music a un
sello tradicionalmente redneck. Lydia Loveless, acaso la figura más
prometedora del country-rock actual, garantiza que el sello tiene
cuerda para rato. Buenas noticias para esa parroquia sin patria, forajida de corazón, que nunca verá tiempos mejores; pero que, al menos, desde hace un par de décadas tiene una posada en la que refugiarse.
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