Solía contar Wim Wenders que Paris,
Texas fue filmada con una cámara y una guitarra. Una manera de decir
que lo que hacía Ry Cooder era algo más que simplemente componer
una banda sonora, pintar un paisaje de fondo para una historia.
Aquella slide guitar punzante terminaba convirtiéndose en un elemento
más de la trama. Como el personaje de Travis, es tozuda, aunque
sonría recordando mejores tiempos. A la hora de componer, Cooder
empleó como punto de partida una melodía del bluesman Blind Willie
Johnson. Un motivo que aparece en varias ocasiones a lo largo de la
película. Unas veces más estilizado, en otras tenso y cortante.
Canción Mixteca, una de las pocas ocasiones en las que Cooder
abandona el material blues, pone banda sonora al momento lírico del
metraje. De nuevo la música enfocando la escena, llenando de grano y
polvo la historia.
En el fondo la obra cinematográfica de
Cooder, recogida ahora parcialmente en una caja de siete cedés
titulada Soundtracks, no deja de ser un punto y seguido dentro de su
producción musical. Él, que se ha paseado de arriba a abajo por la
gran autopista americana, que ha hecho de la frontera un espacio
desde el que componer, no es de extrañar que terminara dejándose
seducir por el cine forajido, por las historias de carreteras y
viajes. Paris, Texas sería su trabajo más conocido, sin duda. Pero
ahí están también Southern Comfort (una película a reivindicar
con un Cooder equilibrando la mezcla entre el elemento country y el
cajún de la historia), Alamo Bay (en esta ocasión, con la ayuda de
John Hiatt y David Hidalgo de Los Lobos) o Tresspass (el Cooder más
experimental se da cita en su única incursión en el genero
policiaco). En todas ellas el compositor deja entrever su lado más
abstracto, ayudado por la libertad que da no tener que ponerse al
frente de la historia. En Blue City, por ejemplo, tenemos la
oportunidad de escuchar a un Cooder moderno, empleando sintetizadores
y cajas de ritmos. The Long Riders, además de servir de antesala al
sonido de cuero y ranchera de Paris, Texas, inicia su relación profesional
con el director Walter Hill. Una colaboración tan fructífera y
recurrente (en Soundtracks cuatro de las siete bandas sonoras
recogidas corresponden a títulos firmados por Hill) que terminaría por llevar a Cooder a abandonar su propia aventura musical a finales
de los ochenta.
Aquel paso atrás, buscando refugio en
el siempre lucrativo -y menos arriesgado- negocio de la composición, no fue sino una
continuación natural de la carrera del californiano, acostumbrado
desde joven a ejercer de mercenario de lujo. Recordemos que durante
la década de los sesenta Cooder acompañó al bluesman Taj Mahal,
para más tarde formar parte, por un breve lapso de tiempo, de la Magic
Band de Captain Beefheart. Famosa es también su historia con los
Rolling Stones, a quienes acompañaría en las sesiones del celebrado
Exile Main Street, además de enseñar al propio Richards aquella
afinación de guitarra que le devolvería con éxito a la senda del
blues y la música de raíces norteamericana. Nada de eso le valió,
sin embargo, un puesto de honor en la memoria colectiva. Ya sabemos cómo
suelen tratar los libros de Historia a los secundarios.
No obstante Cooder, acaso consciente de
su espíritu indomable, a ratos cabezón, nunca tuvo motivos de
queja. Su discográfica le dejó vía libre para editar aquellos
discos de modesto éxito económico, en los que el magma de sonido
norteamericano parecía anunciar lo que más tarde se conocería como
Americana. De hecho, para cuando el californiano decidió abandonar
su firma y centrarse en el cine, la música de raíces atravesaba sus
momentos más bajos. Tendría que ser una nueva generación de
jóvenes rebeldes la que, en los noventa, devolviera a la palestra
los sonidos derivados del country. Cooder, sin embargo, ya andaba a
otros asuntos. A finales de la década protagonizaría su momento más
aplaudido con la grabación de la película Buena Vista Social Club,
en la que rescataba del olvido a un puñado de artistas de la
tradición cubana. En el fondo, algo similar a lo que siempre había
hecho el propio Cooder en sus propios discos, plagados de referencias
al blues y el folk añejo.
También su producción cinéfila sigue
esta senda. En 1988 Walter Hill presentaba Crossroads, una cinta que
relata la historia de un estudiante en busca del fantasma de Robert
Johnson. Lo normal, en esta ocasión, hubiera sido que el director
hubiera empleado directamente material del bluesman. Sin embargo, en
una hábil jugada, Hill decide contratar a Cooder y a Steve Vai (uno de
los cruzados del guitar hero) para que pusieran banda sonora al
relato. El resultado es todo menos convencional. Cooder y Vai
muestran a los más incrédulos que todavía es posible extraer nueva
savia del árbol del blues. Y, de paso, firman su homenaje al padre
de todo el asunto, un Johnson que ejerce de protagonista ausente en
la historia y en la música. Otro elemento recurrente en la obra de
Cooder. Si en 2011 el californiano presentaba la canción John Lee
Hooker For President, adelanto de disco Pull Up Some Dust And Sit
Down, al año siguiente empleaba, una vez más, el material blues para firmar su
disco más envenenado en lo político (impagable oírle cantar en la
inicial Mutt Romney Blues).
Algo ha cambiado, sin embargo, en el
modus operandi de Cooder en estos últimos años. Aparcado desde hace
un tiempo su trabajo para el cine (“Ya no se hacen historias como las de antes” es la respuesta más frecuente cuando se le pregunta sobre
el asunto), el músico ha decidido crear sus propios relatos. Entre
2005 y 2008 Cooder editaba una trilogía de álbumes conceptuales,
centrados en su estado natal, California, y en los que el elemento
narrativo prevalece sobre el musical. Aquellos discos, acompañados
de un libreto que añadía contexto a la historia, no eran sino la
confirmación de que en la música de Cooder siempre latió un
elemento cinematográfico, una manera de componer en la que las
melodías se transforman en personajes de un teatro en el que el sur
norteamericano siempre ejerce de telón de fondo. De nuevo la
historia como horizonte compositivo, como medio para extraer las
notas de su guitarra.
Muy interesante, amigo!
ResponderEliminarNo hay que olvidar también su papel de mercenario de lujo en el delicioso y desconocido disco de Mark Levine, Pilgrims Progress publicado en 1968.
Saludos de la Lake Band!