Son la banda que revolucionó el
country alternativo, el grupo que estuvo a punto de sucumbir a la
industria para renacer y convertirse en los grandes triunfadores de
la última década, el combo capaz de mezclar a Hank Williams con
Television, a Nick Drake con The Replacements. Con aquel tipo de
mirada apretada al frente, lidiando con frases como “I wonder why
we listen the poets if nobody gives a fuck”, Wilco se han
convertido en aquel grupo capaz de acompañar a toda una generación.
Con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. A ellos les debemos
ese rock&roll de raíz americana convertido en reto para el
oyente, ese laberinto en el que las cortinas de ruido y las guitarras
acústicas, el power-pop soleado y los versos metálicos, comparten
partitura. A ellos les debemos un pedazo de nuestra banda sonora.
Con las velas por la celebración de su
veinte aniversario todavía humeando, el grupo de Chicago echa un
vistazo por el retrovisor con dos recopilatorios que recorren caminos
paralelos. Uno con esas canciones esenciales, hits que nunca lo
fueron, grueso de una obra con demasiados tentáculos como para ser
reducida a la extensión de un tuit. Otro con aquel material
desperdigado por singles, epés y bandas sonoras, canciones sin
patria clara, huérfanas del envoltorio seguro del elepé, pero con
la fuerza suficiente como reivindicar una carretera secundaria en la
historia de Wilco. Si es que alguna vez hubo un carril principal.
Para una banda efervescente de ideas, inquieta, siempre en continuo
vaivén entre los postulados de la melodía y el espíritu audaz de
la experimentación, tiene que ser especialmente doloroso hacer
inventario. Dejar piezas del puzzle fuera del cuadro. Y es que, ahí
radica precisamente la grandeza de los de Chicago.
Su historia, plagada de rincones,
historias de relato múltiple, bifurcaciones infinitas, sigue
atrayéndonos hoy en día porque dista mucho de tener un final.
Cierto es que en los últimos tiempos la formación liderada por Jeff
Tweedy acusa cierta fatiga creativa. Cosas de la madurez. Sin
embargo, incluso en estos últimos discos, siguen apareciendo
aquellos destellos únicos, explosiones incontroladas de talento en
los que cualquier cosa puede ocurrir. No, no tomen este veinte
aniversario como punto y aparte en la historia de la banda. Ni
siquiera como un comienzo de nada. Si algo nos ha enseñado Tweedy es
que, incluso bajo los momentos más rutinarios, se esconde una chispa
de grandeza.
Algo de esto parece proclamar el
reciente Alpha Mike Foxtrot, caja que recopila en cuatro cedés esa
historia paralela de la banda. Desde esas dos demos, de apariencia
simple, que abren el primer volumen, hasta ese divertimento en forma
de canción titulado I love my label, que cierra el último disco, se
apelotonan un ejército de canciones. Estampas que, lejos de seguir
un hilo único, desbordan cualquier tipo de categorización,
clasificación, empaquetado y sellado. Basta echar un vistazo al
catálogo de versiones que incluye la compilación. The Band, Doug
Sham, Buffalo Springfield, Big Star. Si algo tienen en común todos
estos nombres es su carácter forajido, libre, universo propio dentro
de la música americana. Como Wilco, dicho sea de paso.
No obstante, la diferencia es que sólo
los de Chicago mantienen el telón alzado. Es esa posibilidad de
seguir haciendo música lo que les convierte todavía en algo
excitante, único, imposible de traficar bajo los postulados de la
nostalgia. A Wilco todavía le quedan páginas que escribir en el
futuro tomo de la historia musical. El atractivo de lo impredecible.
Aunque algunos les acusen de haberse convertido en rock escultura,
música distinguida, experimentación al servicio de un espectáculo
que ya tienes las cartas marcadas. Sí, el triunfo parece asegurado
en un concierto de los de Chicago. Pero no porque el guión esté
preestablecido, precisamente. Algunos todavía recordamos aquella
gira de 2011 en la que Jeff Tweedy se presentaba guitarra acústica
en mano silenciando el griterío durante doce minutos con One Sunday
Morning.
En el fondo nada ha cambiado. Al cierre
del primer disco de Alpha Mike Foxtrot podemos escuchar al mismo
Tweedy, menos canas, misma voz raspada, enlazar una versión acústica
de Box Full Letters con sendas interpretaciones de Red-Eyed And Blue
y Forget The Flowers. El músico cierra este set a solas con Sunken
Treasure, que, aún sin el esqueleto rítmico del resto de la banda,
suena excitante, explosiva. Y es que ahí está precisamente el
secreto de la química de Wilco. Sus canciones, de apariencia
clásica, eterna, esconden siempre la amenaza de lo incontrolable. El
éxtasis al final de Impossible Germany (el mejor sólo de guitarra
de la época en la que los solos de guitarra parecían haber pasado
de moda), Passenger Side convertida en tonada ramoniana, una Hell Is
Chrome que corta la respiración.
Sin embargo, atribuir el genio de la
banda exclusivamente a sus apariciones en vivo resultaría injusto.
Durante años la formación norteamericana ha desarrollado su propia
alquimia dentro del estudio, tensión que a veces va más allá de lo
musical (basta echar un vistazo a la celebrada cinta I Am Trying To Break Your Heart), pero que termina entregando álbumes desbordantes.
Esos trabajos, mitad azar, mitad cabezonería, distan mucho de
albergar la redondez exigida por una obra perfecta. ¿Alguno todavía
piensa que es posible elegir uno y sólo un disco de los de Chicago?
Incluso la suavidad de su debut, a mitad de camino entre el power-pop
de Big Star y el enganche country de Uncle Tupelo, descoloca. Después
llegarían el mapa de carreteras de Being There, las ensoñaciones
pop de Summerteeth, la revisión del mito de las Mermaid Avenue
Sessions, la bomba de neutrones de Yankee Hotel Foxtrot, la frialdad
de un Tweedy lidiando con la adicción en A Ghost Is Born, el
clasicismo con olor a madera de Sky Blue Sky, la sencillez destilada
de Wilco (The Album), la madurez combativa de The Whole Love.
Canciones. Más canciones. Más canciones. Y lo que queda todavía
por llegar.
En True Love Will Found You, una de las
grandes sorpresas incluídas en Alpha Mike Foxtrot, una notas sueltas
de piano abren la puerta. La voz de Tweedy, cansada pero segura,
parece entonar sus últimos versos. “Don't give up until true love
will found you in the end”. Aquellas palabras, con sus quince años
de idas y venidas, resultan premonitorias. El reproductor salta y
aparece una versión acústica de I'm Always In Love. Dos discos
después me topo con The Whole Love, canción que daba título al
último trabajo de la banda. Vuelvo al principio. Bob Dylan me saluda
sonriente en Bob Dylan's 49 Beard, Camera se afila en una de las
tomas alternativas de Yankee Hotel Foxtrot (habría que ir pensando
en desempolvar estas sesiones para una futura reedición del disco).
One True Vine suda soul a lo Van Morrison. Me pierdo otra vez. Sin
brújula a la que acudir, sólo queda dejarse llevar.
Conviene, no obstante, tomar cierta
distancia después del viaje. Rastrear con paciencia la historia de
una formación con epílogo todavía por escribir. Agradecer que se
hayan decidido a editar estas piezas de coleccionista. Reliquias que,
más allá del atractivo fetichista, completista, enciclopédico,
trazan una nueva ruta en la banda sonora de los últimos veinte años.
No con una intención nostálgica, sin duda. Más bien, como una
celebración de que aquella banda, nacida de las cenizas de otra
-Uncle Tupelo-, sigue hoy en pie. Más asentada, menos inocente
quizás. Con aquella sabiduría que sólo el peso de los años
acarrea. Un poco más viejos, seguro. Pero nada que no podamos
echarnos en cara a nosotros mismos, vaya.
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