A pesar de apenas superar la treintena,
Justin Townes Earle cuenta ya con suficientes muescas en su biografía
como para forjar un pequeño mito. De profesión músico, como su
padre, ese que les abandonó a él y a su madre por la carretera y el
country, el pequeño de los Earle también siguió los pasos de su
progenitor en lo que a malos vicios se refiere. Por suerte algunos sí
aprenden de los errores de sus padres y hace un tiempo el joven
artista decidió desengancharse de la heroína. Aquello le valió un
divorcio, un descenso al laberinto de la soledad y, sí, un nuevo
matrimonio que parece haber estabilizado la vida de un músico que,
en sus peores noches, podía terminar increpando al público o
desapareciendo sin dejar rastro alguno.
Quizás por ello resultaba tan chocante
verle el otro día sobre el escenario de Union Chapel con media
sonrisa en la cara. Temple, pura candidez. Earle ha encontrado su
lugar y eso se nota en sus canciones. Con el paso de los años su
música se ha ido simplificando, como si el tiempo hubiera ido
puliendo las impurezas de su sonido. De manera paralela, y casi
inevitable, sus letras se han convirtiendo, cada vez más, en un
asunto personal. Como si, desnudas, sus melodías ya sólo pudieran
soportarle a él mismo. Él mismo lo resumía en una entrevista. “Es
una especie de culminación del proceso. Hice mi disco folk con Yuma,
mi disco honky-tonk con The Good Life, el disco experimental con
Midnight y llegué a un sonido más blues, country, estilo Staples
Singers, con Harlem River Blues.”
Todo este aprendizaje, carretera y
pluma, terminaría volcado en Nothing's Gonna Change The Way You Feel
About Me Now, un disco sobrio, de escaso minutaje, aunque con
suficiente poso como para comprender que Earle había aprendido la
lección. Ya no bastaba con leer con maestría la tradición (They
Killed John Henry era hija de la Harry Smith Anthology; Harlem River
Blues tomaba el camino del soul, pero mostraba a un compositor
todavía encorsetado en los estándares de la Americana). Earle no
sólo tenía que demostrar que era algo más que el hijo de Steve, el
último gran forajido del country. También que, a pesar de poseer
una naturalidad innata para la interpretación, poseía una voz
propia, capaz de estampar su firma en cada una de sus canciones.
No es que Absent Fathers y Single
Mothers, editados con apenas unos meses de diferencia, se alejen
demasiado de lo ya mostrado. Earle sigue fiel al country áspero, al
soul sureño y al gospel salpicado de rhythm&blues, al rock&roll
tamizado por el folk de sus antepasados. No obstante, es la
acumulación de todos esos desvíos en el cancionero del artista lo
que convierte a esta pareja de trabajos en algo tremendamente
apetecible. Eso y la convicción de que Earle es capaz de orientarse
por semejante mapa con la simple ayuda de su guitarra. Basta
acercarse a uno de sus conciertos para comprobarlo. Es allí donde un
Earle, acompañado tan solo por la pedal steel de Paul Niehaus
(Calexico, Lambchop y un largo etcétera), confirma la buena nueva.
Tenemos artista para rato.
A pesar de todo, no esperen grandes
alegrías cuando acudan a los recitales del músico. El de Nashville
sigue siendo especialista en pintar pequeñas tragedias y dramas
familiares. Reconciliado consigo mismo, su propia biografía se ha
convertido en combustible de sus canciones. La soledad y su
contrapartida -la ausencia- presiden el título de sus últimas
referencias. Un antagonismo que no esconde sino toda una escala de
grises. Júbilo, nostalgia, abandono, rabia y esperanza sirven de
hilo a una madeja de sentimientos en la que Earle se mueve con
maestría. Sus canciones, las canciones -el santo grial de todo
compositor-, terminan formando, puestas una detrás de otra, un
itinerario personal. La historia de un músico capaz de ablandar el
corazón y golpear donde más duele. La biografía de un artista que
sobrevivió para contarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario