No estaba previsto, pero él también
terminaría participando en aquella fiesta de la cultura popular.
Allí estaban Dylan Thomas y Marylin Monroe. Fred Astaire saludaba
desde el fondo. El escritor Terry Southern lucía gafas oscuras, como
si estuviera retando a Marlon Brando, que asomaba un par de filas más
abajo con su traje de motero salvaje. La imagen de Shirley Temple se
repetía en tres ocaciones; mientras que la de Albert Einsten, el
científico que había revolucionado la física del siglo XX, tan
sólo lo hacía una vez. Sonny Liston parecía ocupar media esquina
de la portada. Karl Marx miraba al frente, oteando el horizonte;
Karlheinz Stockhausen apoyaba su cabeza, perdido en oscuras
tribulaciones. Escondido entre este bosque de caras conocidas uno
terminaba topándose con la imagen de Dylan. No era, no obstante, el
único escritor de canciones que uno podía encontrarse en la icónica
fachada.
Dion Dimucci, conocido simplemente como
Dion, ostenta el honor de ser el único rockero, junto a Mr.
Zimmerman, en aparecer en la portada del Sgt. Pepper's. Una suerte
que probablemente le llegara gracias a su papel como líder de los
Belmonts, aquel combo vocal que había agitado la escena neoyorquina
de finales de los cincuenta con su swing dulce y callejero. De éxito
fugaz, la música del trío acabaría pronto en las cubetas de
segunda de las tiendas de discos. Visto así, la decisión de los de
Liverpool de incluir a su líder en su portada resultaba
cuanto menos rocambolesca. Lennon, McCartney y compañía podrían
haber optado por colocar al favorito Buddy Holly en la lista de
invitados. Incluso Richie Valens, el músico que inmortalizó su
legado con la universal La Bamba, hubiera valido. Sin embargo, contra
todo pronóstico, eligieron a Dion.
Al fin y al cabo, él representaba como
nadie la evolución de la música popular durante la última década.
Al igual que Dylan, su producción se había repartido a partes
iguales entre la urgencia del rock&roll y los sonidos nostálgicos
del folk y el blues. Aunque, a diferencia del bardo de Duluth, su
camino había tomado la dirección inversa. Dion Dimucci, como tantos
otros chavales del Bronx de finales de los cincuenta, se había
sentido pronto atraído por ese eco que llegaba desde las esquinas del
barrio, aquel estilo juvenil y refrescante que terminaría bautizado
como doo-wop. Una música que alcanzaría su climax con grupos como
The Cleftons o The Moonglows y en el que los Belmonts estamparían su
estilo romántico y ligero. Demasiado ligero, incluso para su propio
líder.
Adelantándose al revival folk de
comienzos de los sesenta, el cantante abandonaría la formación para
labrarse una carrera que ponía el acento en el blues, cuando no en
los ritmos rurales del country y en la sencillez de una guitarra
acústica. El artista que había conseguido conectar el primer
impulso del rock&roll con el swing de Frank Sinatra -palabras de
Bruce Springsteen- cambiaba las aceras del Bronx por el Greenwich
Village, las fiestas de instituto por los clubes viciados de poesía
y nicotina. Remando a contracorriente, claro. Para cuando Dylan
enchufaba su guitarra eléctrica y el folk protesta parecía herido
de muerte, Dion tenía claro que los suyo era un compromiso para toda
la vida, ajeno a modas y tendencias. Ya no había vuelta atrás.
La prueba la tenemos en Live At The
Bitter End – August 1971, directo rescatado hace unas semanas por
Ace Records. En él captamos la fotografía de ese Dion sencillo y
espíritual, madurez alejada de esa fachada adolescente que el
artista había practicado durante sus primeros años, compromiso con la canción desnuda. Puede que a esas
alturas el barrio de Greenwich fuera una simple reliquia, recuerdo de
tiempos mejores. O que la vanguardia songwriter se hubiera trasladado
a las soleadas colinas de Laurel Canyon. A pesar de todo, el Bitter
End resistía -y resiste- con su pared de de ladrillo visto y su
escenario modesto. De alguna manera, el café del número 147 de
Bleecker Street se las había ingeniado para seguir siendo el
preferido de esa parroquia de folkies que cada noche peregrinaban a
la parte sur de Manhattan. También para Dion, que, quizás por haber
rozado el éxito una década atrás, representaba como nadie ese
espíritu pretérito.
Lejos quedaba el brillo de juventud, qué duda cabe. No así las canciones ni la fuerza interpretativa de
un músico que, a sus treintaydos, había madurado su voz hasta
convertirla en ese instrumento elástico y vibrante. Basta escuchar
la inicial Mama, You've Been On My Mind para descubrir a un
intérprete mayúsculo, capaz de callar a los que le daban por muerto
artísticamente. One Too Many Mornings, otro de los cortes extraídos
del cancionero de Dylan, trae a la memoria al mejor Cat Stevens.
Sisters Of Mercy, el clásico de Cohen, roza lo divino. Blackbird
esconde la grandeza de un maestro de las seis cuerdas.
No faltan tampoco en el directo temas
de cosecha propia como Abraham, Martin & John, comentario social
que había devuelto a Dion a las listas de éxitos en 1968, o la
escueta y soleada Brand New Morning. Cerrando el círculo, las
canciones de juventud del neoyorquino aparecen transformadas en
esqueletos simples, conservando el pulso gracias a la presencia
escénica de un intérprete curtido en bares y clubes de la ciudad.
Lejos de arrepentirse de sus “pecados” juveniles, Dion recuperaba
su cancionero con los Belmonts a pecho descubierto. Too Much Monkey
Business, original de Chuck Berry, golpea y trota a pesar de carecer
de sección rítmica. You Better Watch Yourself aka Drinkin' That
Wine serpentea chulesca, vestida de cuero blues. Ruby Baby corretea
inocente, como si en la radio todavía sonaran los Everly Brothers y
Buddy Holly no se hubiera estrellado con su avioneta. Dulce fantasía
con el que todos soñamos alguna vez. Trampilla nostálgica a un
tiempo en el que sólo era necesarias una voz y una guitarra para
mantener una interpretación en pie. El Greenwich seguía en pie.
llll
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