Reality, it burns, the way we're living is worse
Pillars of inspiration are all falling down
The clean-up won't work while the fallout goes on
Pillars of inspiration are all falling down
The clean-up won't work while the fallout goes on
And it's now or never, too close to the latter
We're all living proof that nothing lasts
We're all living proof that nothing lasts
Son Volt, Route
Pensándolo bien, aquella fue la mejor decisión que Jay Farrar podría haber tomado. Con los nudillos todavía calientes y la sangre asomando por la mejilla, el joven músico dedicidió recoger del suelo las piezas que aún quedaban de su antigua banda y largarse de la ciudad. Farrar estaba cabreado pero entero. Las canciones fluían y él acababa de cumplir los 27. Eso sí, no quería volver a escuchar el nombre de Jeff Tweedy. Su relación con su antiguo compañero en Uncle Tupelo había acabado a puñetazo limpio. Como dos críos. El colofón de aquella amistad -que nunca existió más allá de lo musical- era también el final de la banda que había revolucionado la música de raíces a finales de los ochenta.
Durante siete años Uncle Tupelo habían
sido capaces de maridar a Hank Williams con The Minutemen, sin perecer
en el intento, zarandeado de paso la adormilada tradición americana
a ritmo de guitarras eléctricas y rabia juvenil. A día de hoy las
ruinas de aquella batalla todavía aguantan en pie en canciones como
Punch Drunk, Anodyne o una No Depression que terminaría
convertida en himno no oficial de esa generación de vaqueros
irreverentes. Sin embargo, nadie sale indemne de una revolución.
Aquella conjunción de talento estaba destinada a estallar. Los egos,
la inocencia o simplemente la necesidad de seguir creciendo
provocaron que Tweedy y Farrar tomaran cada uno su propio desvio. El
primero terminaría formando Wilco, a la postre cumbre y final de la
vena alternativa de la música de raíz, country-rock demasiado
constreñido por las etiquetas. Farrar por su parte mantendría su
compromiso con la carretera y el rock sin manierismos. La consigna
era clara: cambiar de brújula para mantener el mismo rumbo.
Aquella huída hacia delante llevaría
por nombre Son Volt. Otro proyecto plural. Después del rapapolvo con
Tweedy lo más lógico hubiera sido que el de St. Louis hubiera
optado por la aventura individual, el camino solitario y honesto del
songwriter de guitarra y pluma. Pero aquello hubiera sido demasiado
fácil, claro. Con la herida de los Tupelo todavía sangrando, Farrar
recurrió al antiguo batería de la formación -Mike Heidorn- para
construir un nuevo conjunto cuya columna vertebral completarían los
hermanos Dave y Jim Boquist, además de la aportación puntual de
Eric Heywood a la pedal steel. Medio año después del último
concierto de Uncle Tupelo Son Volt estaban listos para grabar su
primer disco. Sin tiempo para parar la hemorragia, tocaba lamerse las
heridas y apretar los dientes. Puede que aquella fuera la decisión
más arriesgada que Jay Farrar podría haber tomado en ese momento.
Pero en eso consiste hacerse mayor. A lo hecho, pecho; que decían
nuestros padres.
Escuchando ahora Trace, el debut de la banda, sorprende lo rápido que su líder fue capaz de coser las cicatrices. Si junto a Tweedy la rabia punk había terminado transformado al grupo en ese combo caótico, heterodoxo, que tanto agradaba al futuro líder de Wilco; con su propio proyecto, la rabia juvenil quedaba canalizada en esas canciones formales pero rasposas, de estribillos melancólicos y guitarras afiladas. Incluso el propio Farrar parecía haber adoptado una nueva actitud sobre el escenario. Sobrio, contenido, clavando aquellos medios tiempos country que poco a poco había ido incorporando a su repertorio. El tono era personal, sí; pero por el camino Farrar había sido capaz de transformar aquella epopeya individual en metáfora universal. El adiós de Uncle Tupelo era también el final de la inocencia para esa nueva generación de vaqueros con guitarras eléctricas. Si algo aprendimos durante aquellos años es que sólo hay dos salidas posibles para las estrellas del rock alternativo: la MTV o la guadaña.
Por suerte, el líder de Son Volt pudo
despertar del sueño a tiempo. Por la fuerza, eso sí, como se
aprenden las verdades para las que no hay vendas que valgan.
Dolorido, consciente de que era el momento de tirar del carro a
solas, Farrar supo convertir el resentimiento en combustible para sus
composiciones, el precipicio en oportunidad para dar el salto. De
paso abrió el camino para otros. Un par de años más tarde Gary
Louris y compañía publicarían Sound Of Lies, el primer disco de
The Jayhawks tras la ruptura con Mark Olson. Un álbum afectado, que
escondía el veneno bajo capas de pop californiano. Los textos
destilaban ironía e ingenio, aprovechando también para dejar un
recado para los agoreros que se habían apresurado a escribir la esquela de
la banda responsable de clásicos como
Tomorrow The Green Grass o Hollywood Town Hall. Imposible no
encontrar similitudes con la situación de Farrar en 1995.
También diferencias, es cierto.
Mientras Louris inauguraba sus cuarenta con un proceso de divorcio;
el ex-Uncle Tupelo, doce años menor, todavía albergaba esperanzas
de encontrar una senda hacia el éxito. Modesto, sí, pero éxito a
fin de cuentas. Si su debut junto a Son Volt merecería la portada
del primer número de No Depression -la autoridad en la música de
raíces del siglo XXI-, aquel mismo disco acabaría colándose en la
lista de los 10 mejores plásticos de la temporada para los críticos
de la Rolling Stone. ¿El truco? Convertir esas historias de cruces
de caminos en relatos de madurez. Sin cinismo ni
paños calientes. Hacerse mayor es jodido. Pero se sale de ello.
También de la fantasía de convertirse en estrella planetaria con tu
banda de instituto. La gran patraña de los noventa.
Visto así, Son Volt pueden
considerarse unos privilegiados. Antes de su disolución a comienzos
de los dos mil y su posterior reconstrucción un lustro después, la
banda de Missouri tuvo tiempo de firmar una obra maestra. Un disco
soberbio de principio a fin como Trace, en el que Jay Farrar muestra
todo su potencial como compositor. Lamentos country, relatos rasposos
de asfalto, épica polvorienta y una relectura de un tema de Ronnie Wood completan un surtido selecto. Nunca después la
banda de Missouri recuperaría ese estado de gracia. Ni el oxidado
American Central Dust ni el políticamente inflamado Okemah and The
Melody Riot aguantan las comparaciones. Mucho menos esos dos álbumes
de finales de los noventa que, aún con momentos de inspiración
intermitente, terminaron por agotar la fórmula. Trace llegó en el
momento justo, al rebufo del adiós de los Tupelo y en mitad de la
encrucijada del country alternativo.
Coindiendo con la publicación del
debut de Son Volt, una nueva generación de cowboys tomaba el relevo
ataviados con sus camisas de cuadros y sus botas camperas. The Bottle
Rockets, también de St. Louis, se encargan de renovar con su segundo
trabajo el relato de la América obrera. Steve Earle pule las
canciones de I Feel Alright, donde oposita definitivamente a forajido
mayor de la década. Old 97's redobla su espíritu bastardo entrando
al estudio con el legendario Waylon Jennings. ¿Y Son Volt? Bueno,
los de Missouri asestan su golpe maestro con Trace, el tratado más alentador y
corajudo del medio oeste norteamericano de finales de siglo. “Estamos
viviendo de esta manera porque no hemos conocida otra” reivindica
su líder en Live Free, mezclando orgullo y resignación. Siempre
hurgando en la herida, él mismo se encarga de suministrar el
antídoto minutos después en Ten-Stained Eye, invitación a lanzarse
a la carretera y no mirar atrás. Las guitarras abrasan y la voz de
Farrar desprende melancolía. Bajen por si acaso las ventanillas del coche.
Mientras la música de Son Volt intenta
agarrarse al sonido de las emisoras AM, los recuerdos biográficos de
su líder quedan anclados en canciones como Windfall. “Con los pies
en el suelo y las dos manos en el volante, el viento puede llevarse
los problemas” rumia Farrar más como un anhelo que como una
esperanza. No hay más verdad que aquella que asegura que nada dura
para siempre, parece decir. No hay más salida que abandonar los
restos de la batalla y seguir rodando. A pesar de todo, nadie podrá
acusar a al músico de no haber plantado cara. Tampoco de haberse
quedado con los brazos cruzados, viviendo de las rentas de Uncle
Tupelo. A esa revuelta contenida, madurez entendida como compromiso
con el rock de raíces, el de St. Louis pronto sumaría el poso de la
tradición bien asimilada. Looking To The World Through a Winshield,
el clásico camionero de Del Reeves, cierra el repertorio en directo
de los Son Volt durante los primeros meses de gira. Ten Second News
actualiza el legado de Waylon Jennings sin caer en la nostalgia.
Route evita el tópico romántico de la vida en la autopista para
mantenerse en las carreteras secundarias a las que Farrar dedicaría
buena parte de su trayectoria musical.
Por desgracia aquel destello se
apagaría pronto. Engullidos por el tiempo, Farrar y sus Son Volt
acabarían convertidos en estampa caduca en cuestión de un par de
temporadas. La crueldad de la eterna revolución: un instante y todo
lo anterior adquiere inmediatamente el aroma de lo viejo y
apolillado. Sálvese quien pueda. Adelantándose al final del milenio,
su ex-compañero en Uncle Tupelo ponía patas arriba la música de
raíces con discos como Being There o el enigmático Summerteeth.
Ante estos envites la banda de Farrar poco tenía que replicar. Lo
suyo era harina de otra costal. Podrían, claro, haber seguido
facturando aquellas canciones maceradas en barrica rockera. O haber
jugado a ser los más modernos del redil country. En ambos casos la fuga hubiera derivado en farsa. Como tantos otros, los de
Missouri terminarían aceptando la maldición del debut nunca
superado. La tragedia de haber encontrado su momento y haber sido
incapaces de apresarlo en una botella. Era ahora o nunca.
LLL
LLL
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