Somos incorregibles. Ingenuos, pedimos
a las canciones que sean todo lo que no somos nosotros. Redondas,
ingeniosas, sexis. Como si esos tres minutos de fogonazo melódico
fueran capaces de rellenar los huecos de nuestra existencia. Pedimos
que por sus flecos asome misterio y duende, que sus estribillos nos
lleven a lugares remotos y exóticos. Las arrojamos al cajón de la
memoria esperando a que vuelvan a aparecer en ese instante preciso,
justo cuando necesitamos consuelo y arrojo. Las estrujamos y
recortamos, las colocamos en listas como si pudiéramos discernir
entre el arte de Leadbelly y el de Nick Lowe. Olvidamos que, como
tantos otros, el oficio de escritor de canciones tiene poco de
mágico. De hecho, si algo tiene de digno este negocio es que, con el
paso de los años, todos los implicados acaban en el mismo saco. No
importa que te llames Bing Crosby o Declan MacManus. Tampoco que
termines adoptando el nombre del rey del rock&roll como Elvis
Costello. Puestos a acabar en el desván de los olvidados, mejor
hacerlo con un nombre de la realeza.
La memoria, no obstante, ha sido
benévola con Costello. No sólo por haber terminado engrosando la
lista de los respetados, aquellos escritores de canciones que reciben
el aplauso de sus seguidores, sin importar qué nuevo truco tengan
preparado en su chistera. También por haber acumulado suficientes
muescas en el camino como para que los éxitos superen en número a
los descalabros. Ya saben, la historia la escriben los vencedores.
Más si el que la dicta es el propio protagonista del relato. En
sus recientes memorias el propio Costello reconoce la argucia y
advierte. “El peligro de recordar cualquier momento del pasado como
una época dorada es que olvidas que hubo tantos estafadores,
chalados e idiotas en esa época y al menos tantos discos horribles”.
Unfaithful Music & Dissapearing Ink
-así se titula el libro del inglés- funciona como cajón desastre de todos esos
álbumes mediocres, momentos memorables y granujas de medio pelo que
intentan ganarse la vida con el negocio de las canciones. Justo al
contrario que el resto de tomos autobiográficos a los que los
artistas consagrados nos tienen acostumbrados. No hay intención de
hilar una historia coherente por parte de Costello. Tampoco de rendir cuentas con el pasado o reducir sus memorias a simple recopilación de anécdotas y
confesiones de tocador. Y no será porque el músico no albergue unas
cuantas en el bolsillo de su chaqueta.
De todos es sabido que el de Paddington
puede presumir de haber conocido a buena parte de sus ídolos.
Incluso de haber compartido escenario y estudio con muchos de ellos.
Contar un poco de cada uno de estos encuentros ya hubiera servido
para justificar un libro de memorias. Sin embargo el artista de las
gafas de pasta prefiere dejar esa labor a los historiadores. Lo suyo
tiene más que ver con las fábulas que nos contaban nuestros padres.
Cada capítulo funciona como una pequeña fotografía que activa la
memoria de su autor, desenrrollando recuerdos cáoticos y
torrenciales, sin orden ni concierto, saltando de época a época sin
seguir las hojas del calendario. Así de enrevesada es la memoria del
británico. La suya y la de cualquiera que no pretenda enjuagar el
pasado a su gusto.
En el caso de Costello el combustible
de esta literatura nostálgica lo forman, como no podía ser de otra
manera, las canciones. No importa de dónde vengan o qué color
tengan. Costello las ama a todas por igual. Desde los éxitos que
escuchaba de pequeño en la radio y que su padre interpretaba con su
orquesta, a esos primeros bocetos acústicos que, todavía como
Declan MacManus, enviaba a los sellos discográficos. Iggy Pop y la
trilogía berlinesa de Bowie le sirven para hilar su primera gira
norteamericana junto a los Attractions. Sus escarceos con la obra de
los Beatles para recordar aquella vez que se dejó olvidada su
guitarra en la Casa Blanca. Van Morrison, Brinsley Schwarz y Crosby,
Stills & Nash para reivindicar su educación musical. Su primer
trabajo en una empresa de informática o aquella navidad junto a la
familia Cash para la chanza jocosa. Sus visitas a Nashville y su
amistad con el productor T-Bone Burnett para recordar a los maestros.
Como él mismo apunta en un pasaje del libro: “no hay mejores
ni peores. Lo bonito es que no tienes que elegir. Puedes amarlas a
todas. Esas canciones están ahí para ayudarte cuando más las
necesitas”.
A la larga alguno puede tomar esa
falta de criterio como una provocación. ¿Poner una canción de
Dylan y otra de Madonna a la misma altura? Costello tiene que estar
de coña. Aunque, pensándolo bien, ¿no es ese el meollo del asunto, la razón de ser del pop?
Desde que adoptara el nombre del rey del rock&roll hasta sus
primeros triunfos en la listas de éxitos, pasando por su coqueteo
con la tradición americana o sus discos vestidos con arreglos
orquestales, el británico siempre ha mantenido ese tono irónico y
burlón. Como si uno nunca supiera si el compositor se toma cada una
de sus aventuras en serio o sólo son un pasatiempo hasta la
siguiente temporada.
En Unfaithful Music & Dissapearing
Ink hay, claro, un poco de ambas cosas. El bufón y la estrella
consagrada. Su mutación en crooner y aquel tributo a Nueva Orleans
junto al recientemente fallecido Allen Toussaint. Su recuerdo sentido
de la enfermedad de su padre y las anécdotas de gira en los tiempos
de Stiff Records. Hasta, cosas de la nostalgia, termina cayendo en
los últimos compases del libro en la palmada laudatoria, el desfile
de ídolos a los que Costello saluda y alaba, la celebración de
tiempos felices y victorias. Nada que reprochar. Hasta el escritor
más escurridizo tiene derecho a dedicarse de vez en cuando un homenaje.
Especialmente si, por una vez, él es el protagonista de la historia.
KLKK
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Magnífico texto. Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Gracias, Miguel!
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