12/12/15

Elvis Costello, el hombre que amaba las canciones


Somos incorregibles. Ingenuos, pedimos a las canciones que sean todo lo que no somos nosotros. Redondas, ingeniosas, sexis. Como si esos tres minutos de fogonazo melódico fueran capaces de rellenar los huecos de nuestra existencia. Pedimos que por sus flecos asome misterio y duende, que sus estribillos nos lleven a lugares remotos y exóticos. Las arrojamos al cajón de la memoria esperando a que vuelvan a aparecer en ese instante preciso, justo cuando necesitamos consuelo y arrojo. Las estrujamos y recortamos, las colocamos en listas como si pudiéramos discernir entre el arte de Leadbelly y el de Nick Lowe. Olvidamos que, como tantos otros, el oficio de escritor de canciones tiene poco de mágico. De hecho, si algo tiene de digno este negocio es que, con el paso de los años, todos los implicados acaban en el mismo saco. No importa que te llames Bing Crosby o Declan MacManus. Tampoco que termines adoptando el nombre del rey del rock&roll como Elvis Costello. Puestos a acabar en el desván de los olvidados, mejor hacerlo con un nombre de la realeza.

La memoria, no obstante, ha sido benévola con Costello. No sólo por haber terminado engrosando la lista de los respetados, aquellos escritores de canciones que reciben el aplauso de sus seguidores, sin importar qué nuevo truco tengan preparado en su chistera. También por haber acumulado suficientes muescas en el camino como para que los éxitos superen en número a los descalabros. Ya saben, la historia la escriben los vencedores. Más si el que la dicta es el propio protagonista del relato. En sus recientes memorias el propio Costello reconoce la argucia y advierte. “El peligro de recordar cualquier momento del pasado como una época dorada es que olvidas que hubo tantos estafadores, chalados e idiotas en esa época y al menos tantos discos horribles”.

Unfaithful Music & Dissapearing Ink -así se titula el libro del inglés- funciona como cajón desastre de todos esos álbumes mediocres, momentos memorables y granujas de medio pelo que intentan ganarse la vida con el negocio de las canciones. Justo al contrario que el resto de tomos autobiográficos a los que los artistas consagrados nos tienen acostumbrados. No hay intención de hilar una historia coherente por parte de Costello. Tampoco de rendir cuentas con el pasado o reducir sus memorias a simple recopilación de anécdotas y confesiones de tocador. Y no será porque el músico no albergue unas cuantas en el bolsillo de su chaqueta.

De todos es sabido que el de Paddington puede presumir de haber conocido a buena parte de sus ídolos. Incluso de haber compartido escenario y estudio con muchos de ellos. Contar un poco de cada uno de estos encuentros ya hubiera servido para justificar un libro de memorias. Sin embargo el artista de las gafas de pasta prefiere dejar esa labor a los historiadores. Lo suyo tiene más que ver con las fábulas que nos contaban nuestros padres. Cada capítulo funciona como una pequeña fotografía que activa la memoria de su autor, desenrrollando recuerdos cáoticos y torrenciales, sin orden ni concierto, saltando de época a época sin seguir las hojas del calendario. Así de enrevesada es la memoria del británico. La suya y la de cualquiera que no pretenda enjuagar el pasado a su gusto.

En el caso de Costello el combustible de esta literatura nostálgica lo forman, como no podía ser de otra manera, las canciones. No importa de dónde vengan o qué color tengan. Costello las ama a todas por igual. Desde los éxitos que escuchaba de pequeño en la radio y que su padre interpretaba con su orquesta, a esos primeros bocetos acústicos que, todavía como Declan MacManus, enviaba a los sellos discográficos. Iggy Pop y la trilogía berlinesa de Bowie le sirven para hilar su primera gira norteamericana junto a los Attractions. Sus escarceos con la obra de los Beatles para recordar aquella vez que se dejó olvidada su guitarra en la Casa Blanca. Van Morrison, Brinsley Schwarz y Crosby, Stills & Nash para reivindicar su educación musical. Su primer trabajo en una empresa de informática o aquella navidad junto a la familia Cash para la chanza jocosa. Sus visitas a Nashville y su amistad con el productor T-Bone Burnett para recordar a los maestros. Como él mismo apunta en un pasaje del libro: “no hay mejores ni peores. Lo bonito es que no tienes que elegir. Puedes amarlas a todas. Esas canciones están ahí para ayudarte cuando más las necesitas”.

A la larga alguno puede tomar esa falta de criterio como una provocación. ¿Poner una canción de Dylan y otra de Madonna a la misma altura? Costello tiene que estar de coña. Aunque, pensándolo bien, ¿no es ese el meollo del asunto, la razón de ser del pop? Desde que adoptara el nombre del rey del rock&roll hasta sus primeros triunfos en la listas de éxitos, pasando por su coqueteo con la tradición americana o sus discos vestidos con arreglos orquestales, el británico siempre ha mantenido ese tono irónico y burlón. Como si uno nunca supiera si el compositor se toma cada una de sus aventuras en serio o sólo son un pasatiempo hasta la siguiente temporada.

En Unfaithful Music & Dissapearing Ink hay, claro, un poco de ambas cosas. El bufón y la estrella consagrada. Su mutación en crooner y aquel tributo a Nueva Orleans junto al recientemente fallecido Allen Toussaint. Su recuerdo sentido de la enfermedad de su padre y las anécdotas de gira en los tiempos de Stiff Records. Hasta, cosas de la nostalgia, termina cayendo en los últimos compases del libro en la palmada laudatoria, el desfile de ídolos a los que Costello saluda y alaba, la celebración de tiempos felices y victorias. Nada que reprochar. Hasta el escritor más escurridizo tiene derecho a dedicarse de vez en cuando un homenaje. Especialmente si, por una vez, él es el protagonista de la historia.
KLKK

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