26/2/16

Freakwater: navegando río arriba


La distancia que separa las voces de Catherine Irwin y Janet Bean se puede medir de muchas maneras. Está la puramente física. Esto es, el trayecto que separa Louisville, lugar de origen del dúo, y Chicago, ciudad a la que terminaría mudándose Catherine en uno de esos tiempos muertos entre gira y gira que se alargaron más de la cuenta. Está también la distancia musical, la que palpamos cuando escuchamos los discos de Freakwater. Por un lado Janet presume de voz oxidada, tela de araña, garganta rota. Catherine, por contra, aporta la dulzura del grano fino, pero también el veneno de esas letras directas al tuétano. Por último tenemos la distancia estrictamente emocional. Inexistente en este caso. Tras más de tres décadas de idas y venidas, Catherine Irwin y Janet Bean han aprendido a cantar juntas sin apenas pretenderlo.

En su último disco, Scheherazade, les basta con rellenar los huecos que deja la otra para tejer esos ambientes oscuros y tétricos. No importa que hayan pasado diez años desde su última visita a un estudio de grabación. Hay cosas que nunca se olvidan. Especialmente si la intención nunca fue encontrar la melodía perfecta. Desde sus primeras referencias Freakwater han hecho de la aspereza una virtud; de esa fachada rugosa, una forma de marcar distancias con sus contemporáneos. Sus referencias al cancionero de la Carter Family o Hank Williams podrían parecer una vía fácil para conectar con el country alternativo de los noventa. Sus historias de divorcios, infanticidios y finales trágicos nunca encontraron continuidad entre sus compañeros de generación. De entre toda la lista de vaqueros de poca monta y forajidos de finales de siglo, sólo ellas podrían reclamar un lugar en esa Old Weird America de la que hablaba Greil Marcus.

Bueno, ellas y Gillian Welch. A ambas siempre les unió esa curiosidad por el legado de los apalaches, ecos de esa música misteriosa llegada desde las montañas del medio oeste americano. Sin embargo, lo que en Welch es contención y finura, en Freakwater es desenfreno y bravura. Sólo estas últimas podrían haber comenzado un disco con un verso tan demoledor como el que sigue: “I wasn't drinking to forget / I was drinking to remember / How I once might have looked / through the eyes of a stranger”. No es, a pesar de todo, la única osadía que el dúo se permite en sus letras. En ellas los personajes femeninos rechazan cargar con la culpa, abandonando la posición vulnerable que el country las tuvo reservadas tradicionalmente. No, no se trata de ser las más duras del lugar, la Patsy Cline de turno capaz de tumbar a cualquier hombre con tres acordes. Tampoco consiste en refugiarse en los dramas de tocador que abarrotan el noventa y nueve por ciento del cancionero folk actual. Su poder, por contra, tiene el filo de la guadaña.

Recuerdan en esto a la Lucinda Williams del reciente The Ghosts of Highway 20, capaz de enfundarse sin miedo los ropajes de la parca o poner voz a una prostituta sin remordimientos. También a la joven Alynda Lee Segarra, responsable de una de las canciones más trascendentales de los últimos años. Me refiero a The Body Electric. En ella la líder de Hurray for the Riff Raff reflota el género de la murder ballad para denunciar la locura actual, el feminicidio y el papel de víctima que la canción popular se empeña en asignar a la mitad femenina del mundo. Desconozco si Segarra está familiarizada con la obra de Freakwater, pero a buen seguro que ambas formaciones podrían protagonizar una gira estupenda. No sólo por la coincidencia en la temática de muchas de sus canciones, sino también por esa visión comunal de la música. Si las de Louisville han hecho del dúo una manera de evitar caer en la rutina, Segarra y sus Hurray for the Riff Raff han tomado lo mejor del espíritu callejero y festivo de las aceras de Nueva Orleans para convertir sus conciertos en un animado pasacalles. En ellos la voz femenina siempre lleva la delantera.


A pesar de todo, cualquier comparación con el rumbo errante de Catherine Irwin y Janet Bean está condenada al fracaso. En un primer vistazo, la biografía del dúo puede parecer el relato de todos los relatos. La clásica fábula del artista independiente devorado por las fauces de la gran industria musical. Y claro que algo de esto tiene. Sin embargo, limitar la nota biográfica de la banda al conocido enfrentamiento con E-Squared -el sello creado por Steve Earle- significa borrar el resto de pistas. Sus primeros intentos de juntar a Woody Guthrie con el espíritu punk. Su debut editado en 1989, un año antes del estallido del country alternativo. Su participación en el fundamental For a Life of Sin, pistoletazo de salida del sello Bloodshot Records. Su conversión en nombre de culto, alejado de los manierismos rock de sus contemporáneos. Sin olvidar tampoco ese cancionero difícil de encajar en la parrilla radiofónica, aquel sonido crudo, noctámbulo, más entregado a contar las miserias de este mundo que a servir de material redentor. Freakwater nunca triunfaron porque sus canciones no estaban hechas para ello. Sólo ellas se hubieran atrevido a cantar “there's nothing so pure as the kindness of the atheist” en una canción digna del Grand Ole Opry.

Curiosamente Springtime, aquel disco frustrado con la discográfica de Steve Earle, terminaría convirtiéndose en uno de los más accesibles de su carrera. Al menos en lo que a instrumentación se refiere. El libreto de textos seguía manteniendo su perfil más afilado, por si alguien había puesto en duda las intenciones del dúo tras los coqueteos con una disquera de postín. Louisville Lip cuenta la célebre anécdota de un Muhammad Ali lanzando su medalla de oro al río, después de ser obligado a abandonar un restaurante por el color de su piel. Lorraine vela la muerte de Marthin Luther King Jr. y ahonda en su legado trágico. One Big Union podría haber salido directamente de la pluma política de Billy Bragg. “And which side are you on has got more angles than a pentagon / And even one big union can’t help us now” entonan al unísono Catherine y Janet en un himno que parece escrito para poner banda sonora a un mitin del ala más radical del partido demócrata.

Por desgracia aquel momento dulce se evaporó. Un par de referencias más y la nada. A mediados de los dosmil el dúo desaparece incapaz de mantener el ritmo de la carretera. Catherine se larga a Chicago, apostando por la continuidad de su historia en el seno de los rockeros Eleventh Dream Day. Janet permanece en cambio en Louisville. Sobreviviendo a base de pintar lienzos, decorados y casas “dependiendo del tamaño del pincel”. Es la historia de la gran masa de artistas de la geografía norteamericana. Incapaces de mantenerse por sí solos gracias a su música. Atados a un trabajo de día lo suficientemente precario como para poder salir de gira cuando las circunstancias lo permiten. Para ellos el futuro se escribe con letras pequeñas, gracias a los cada vez más infrecuentes adelantos de las disqueras, las giras que apenas dan para cubrir gastos y los escasos ahorros para pagar el próximo cheque del seguro médico.

Normal que las canciones de Freakwater estén plagadas de desgracias, pistoleros sin nada que perder y luchas cotidianas. Lo cual no quita para que la dupla formada por Catherine Irwin y Janet Bean logre vestir estas batallas con ropajes sacados de la mejor tradición literaria. En What the people want, la canción que abre el reciente Scheherazade, retoman uno de sus temas fetiche: la muerte de un bebé. Las voces arrastran textos como “they threw their down the well / whose baby are you anyway?”. No obstante, son el aullido de los violines y el repiqueteo del banjo los que marcan el tono de la canción, el peso de la angustia, la sensación de que aquella historia llega como un silbido desde lo más profundo del bosque. La maldición de la muerte acecha en cada verso. 


El título de Down Will Come Baby parece insistir en las mismas coordenadas temáticas. Sin embargo, bajo esa tormenta eléctrica se esconde una relectura de la canción de cuna Rock-a-bye Baby. También una de las piezas más crudas del cancionero de Freakwater. No importa que el conjunto suene deshilachado, el óxido de las guitarras y el violín de Warren Ellis se encargan de asestar las puntadas necesarias. No hay intención de afear el conjunto, sólo de mostrar el verdadero carácter de una naturaleza salvaje y vengativa. “Crows are in the crook of the pin oak tree” mastica la voz de Janet Bean. Tampoco el hombre queda al margen de esta batalla. Memory Vendor toma su título de un poema del palestino Mahmoud Darwish, capaz de dar voz a la locura de la guerra con sus versos. Lo que comienza como una tonada dulce, apoyada sobre la línea de la pedal steel, se transforma al instante en una sucesión de súplicas trágicas. “The memory vendor takes its toll at all the spots you used to go” sentencia la versión más torrencial de Catherine.

En el lado opuesto se encuentran canciones como Bolshewik and Bollweevil y Take Me With You. Melodías suaves y austeras, cantadas al calor de una hoguera. Si la primera merecería una relectura a cargo de la mencionada Lucinda Williams, Take me with you apenas necesita el acompañamiento de una guitarra acústica para contar esa historia romanticona y dulce. Más solitaria a pesar de sus ropajes pop, The Asp and The Albatross se balancea en esa duermevela en la que la imaginación saca a pasear nuestros peores miedos y temores. Con Velveteen Matador y Number One with a Bullet completa el trío de canciones más accesibles del lote, armonías que tan pronto traen a la memoria el folk-rock de los Buffalo Springfield como se lanzan a los brazos del gospel-soul de The Band. Pura gloria melódica.

En Falls of Sleep las voces de Catherine y Janet luchan en la oscuridad para narrar una ejecución digna de uno de esos westerns crepusculares que tanto gustaban a Sam Peckinpah. Sus gargantas se turnan, despejan la bruma, separando la realidad del mito hasta llegar de la mano a ese desgarrador 'The End'. “All we seek is mercy until dawn” reza el estribillo más resignado del disco. Con él nos recuerdan que la grandeza de su pluma consiste en ser capaces de trazar esas escenas trágicas, en las que el final parece escrito de antemano. Historias que sólo ellas son capaces de derribar con esos versos envenenados, moraleja de la que nadie sale indemne. Puede que Scheherazade adolezca de este tipo de derechazos poéticos. O que los esconda bajo esa capa de arreglos oxidados y voces enfrentadas. Puede que a ratos el dúo se arrime al Nick Cave más enraizado o vire hacia terrenos ya excavados por Will Oldham y Richard Buckner. Al final son las historias, y sólo ellas, las que permanecen en pie.

Con Ghost Song, la canción que cierra el disco, la pareja firma su pieza más clásica. Una tonada country que sirve de lamento por los que se han ido, por los que se irán y nunca volverán, por las despedidas que a buen seguro vendrán. En sus voces los recuerdos se convierten en un desfile de fantasmas, un eco que va apagándose poco a poco. Como el curso del río, el rastro se pierde montaña arriba. Allí permanece el secreto de su música. Un legado que, una decena de discos después, permanece virgen y salvaje. Escuchar Scheherazade, la última pieza en sumarse al rompecabezas, no despeja el misterio, tan sólo lo hace más denso. En la despedida Catherine y Janet se preguntan "where you've been gone so long? / and how long will you be gone?". Ni ellas ni nadie conocen la respuesta.
LLL
LL

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