La distancia que separa las voces de
Catherine Irwin y Janet Bean se puede medir de muchas maneras. Está
la puramente física. Esto es, el trayecto que separa Louisville,
lugar de origen del dúo, y Chicago, ciudad a la que terminaría
mudándose Catherine en uno de esos tiempos muertos entre gira y gira
que se alargaron más de la cuenta. Está también la distancia
musical, la que palpamos cuando escuchamos los discos de Freakwater.
Por un lado Janet presume de voz oxidada, tela de araña, garganta
rota. Catherine, por contra, aporta la dulzura del grano fino, pero
también el veneno de esas letras directas al tuétano. Por último tenemos la distancia estrictamente emocional. Inexistente en este
caso. Tras más de tres décadas de idas y venidas, Catherine Irwin y
Janet Bean han aprendido a cantar juntas sin apenas pretenderlo.
En su último disco, Scheherazade, les
basta con rellenar los huecos que deja la otra para tejer esos
ambientes oscuros y tétricos. No importa que hayan pasado diez años
desde su última visita a un estudio de grabación. Hay cosas que
nunca se olvidan. Especialmente si la intención nunca fue encontrar
la melodía perfecta. Desde sus primeras referencias Freakwater han
hecho de la aspereza una virtud; de esa fachada rugosa, una forma de
marcar distancias con sus contemporáneos. Sus referencias al
cancionero de la Carter Family o Hank Williams podrían parecer una
vía fácil para conectar con el country alternativo de los noventa.
Sus historias de divorcios, infanticidios y finales trágicos nunca
encontraron continuidad entre sus compañeros de generación. De
entre toda la lista de vaqueros de poca monta y forajidos de finales
de siglo, sólo ellas podrían reclamar un lugar en esa Old Weird
America de la que hablaba Greil Marcus.
Bueno, ellas y Gillian Welch. A ambas
siempre les unió esa curiosidad por el legado de los apalaches, ecos
de esa música misteriosa llegada desde las montañas del medio oeste
americano. Sin embargo, lo que en Welch es contención y finura, en
Freakwater es desenfreno y bravura. Sólo estas últimas podrían
haber comenzado un disco con un verso tan demoledor como el que
sigue: “I wasn't drinking to forget / I was drinking to remember /
How I once might have looked / through the eyes of a stranger”. No
es, a pesar de todo, la única osadía que el dúo se permite en sus
letras. En ellas los personajes femeninos rechazan cargar con la
culpa, abandonando la posición vulnerable que el country las tuvo
reservadas tradicionalmente. No, no se trata de ser las más duras
del lugar, la Patsy Cline de turno capaz de tumbar a cualquier hombre
con tres acordes. Tampoco consiste en refugiarse en los dramas de
tocador que abarrotan el noventa y nueve por ciento del cancionero
folk actual. Su poder, por contra, tiene el filo de la guadaña.
Recuerdan en esto a la Lucinda Williams
del reciente The Ghosts of Highway 20, capaz de enfundarse sin miedo
los ropajes de la parca o poner voz a una prostituta sin
remordimientos. También a la joven Alynda Lee Segarra, responsable
de una de las canciones más trascendentales de los últimos años.
Me refiero a The Body Electric. En ella la líder de Hurray for the
Riff Raff reflota el género de la murder ballad para denunciar la
locura actual, el feminicidio y el papel de víctima que la canción
popular se empeña en asignar a la mitad femenina del mundo.
Desconozco si Segarra está familiarizada con la obra de Freakwater,
pero a buen seguro que ambas formaciones podrían protagonizar una gira
estupenda. No sólo por la coincidencia en la temática de muchas de
sus canciones, sino también por esa visión comunal de la música.
Si las de Louisville han hecho del dúo una manera de evitar caer en
la rutina, Segarra y sus Hurray for the Riff Raff han tomado lo mejor
del espíritu callejero y festivo de las aceras de Nueva Orleans para
convertir sus conciertos en un animado pasacalles. En ellos la voz
femenina siempre lleva la delantera.
A pesar de todo, cualquier comparación
con el rumbo errante de Catherine Irwin y Janet Bean está condenada
al fracaso. En un primer vistazo, la biografía del dúo puede
parecer el relato de todos los relatos. La clásica fábula del
artista independiente devorado por las fauces de la gran industria
musical. Y claro que algo de esto tiene. Sin embargo, limitar la nota
biográfica de la banda al conocido enfrentamiento con E-Squared -el
sello creado por Steve Earle- significa borrar el resto de pistas. Sus
primeros intentos de juntar a Woody Guthrie con el espíritu punk. Su
debut editado en 1989, un año antes del estallido del country
alternativo. Su participación en el fundamental For a Life of Sin,
pistoletazo de salida del sello Bloodshot Records. Su conversión en
nombre de culto, alejado de los manierismos rock de sus
contemporáneos. Sin olvidar tampoco ese cancionero difícil de
encajar en la parrilla radiofónica, aquel sonido crudo, noctámbulo,
más entregado a contar las miserias de este mundo que a servir de
material redentor. Freakwater nunca triunfaron porque sus canciones
no estaban hechas para ello. Sólo ellas se hubieran atrevido a
cantar “there's nothing so pure as the kindness of the atheist”
en una canción digna del Grand Ole Opry.
Curiosamente Springtime, aquel disco
frustrado con la discográfica de Steve Earle, terminaría
convirtiéndose en uno de los más accesibles de su carrera. Al menos
en lo que a instrumentación se refiere. El libreto de textos seguía
manteniendo su perfil más afilado, por si alguien había puesto en
duda las intenciones del dúo tras los coqueteos con una disquera de
postín. Louisville Lip cuenta la célebre anécdota de un Muhammad
Ali lanzando su medalla de oro al río, después de ser obligado a
abandonar un restaurante por el color de su piel. Lorraine vela la
muerte de Marthin Luther King Jr. y ahonda en su legado trágico. One
Big Union podría haber salido directamente de la pluma política de
Billy Bragg. “And which side are you on has got more angles than a
pentagon / And even one big union can’t help us now” entonan al
unísono Catherine y Janet en un himno que parece escrito para poner banda sonora a un
mitin del ala más radical del partido demócrata.
Por desgracia aquel momento dulce se
evaporó. Un par de referencias más y la nada. A mediados de los
dosmil el dúo desaparece incapaz de mantener el ritmo de la
carretera. Catherine se larga a Chicago, apostando por la continuidad
de su historia en el seno de los rockeros Eleventh Dream Day. Janet
permanece en cambio en Louisville. Sobreviviendo a base de pintar
lienzos, decorados y casas “dependiendo del tamaño del pincel”.
Es la historia de la gran masa de artistas de la geografía
norteamericana. Incapaces de mantenerse por sí solos gracias a su
música. Atados a un trabajo de día lo suficientemente precario como
para poder salir de gira cuando las circunstancias lo permiten. Para
ellos el futuro se escribe con letras pequeñas, gracias a los cada
vez más infrecuentes adelantos de las disqueras, las giras que
apenas dan para cubrir gastos y los escasos ahorros para pagar el próximo cheque del seguro médico.
Normal que las canciones de Freakwater
estén plagadas de desgracias, pistoleros sin nada que perder y luchas
cotidianas. Lo cual no quita para que la dupla formada por Catherine
Irwin y Janet Bean logre vestir estas batallas con ropajes sacados de
la mejor tradición literaria. En What the people want, la canción
que abre el reciente Scheherazade, retoman uno de sus temas fetiche:
la muerte de un bebé. Las voces arrastran textos como “they threw
their down the well / whose baby are you anyway?”. No obstante, son
el aullido de los violines y el repiqueteo del banjo los que marcan
el tono de la canción, el peso de la angustia, la sensación de que
aquella historia llega como un silbido desde lo más profundo del
bosque. La maldición de la muerte acecha en cada verso.
El título de Down Will Come Baby
parece insistir en las mismas coordenadas temáticas. Sin embargo,
bajo esa tormenta eléctrica se esconde una relectura de la canción
de cuna Rock-a-bye Baby. También una de las piezas más crudas del
cancionero de Freakwater. No importa que el conjunto suene
deshilachado, el óxido de las guitarras y el violín de Warren Ellis
se encargan de asestar las puntadas necesarias. No hay intención de
afear el conjunto, sólo de mostrar el verdadero carácter de una
naturaleza salvaje y vengativa. “Crows are in the crook of the pin
oak tree” mastica la voz de Janet Bean. Tampoco el hombre queda al
margen de esta batalla. Memory Vendor toma su título de un poema del
palestino Mahmoud Darwish, capaz de dar voz a la locura de la guerra
con sus versos. Lo que comienza como una tonada dulce, apoyada sobre
la línea de la pedal steel, se transforma al instante en una
sucesión de súplicas trágicas. “The memory vendor takes its toll
at all the spots you used to go” sentencia la versión más torrencial de Catherine.
En el lado opuesto se encuentran
canciones como Bolshewik and Bollweevil y Take Me With You. Melodías
suaves y austeras, cantadas al calor de una hoguera. Si la primera
merecería una relectura a cargo de la mencionada Lucinda Williams,
Take me with you apenas necesita el acompañamiento de una guitarra
acústica para contar esa historia romanticona y dulce. Más
solitaria a pesar de sus ropajes pop, The Asp and The Albatross se balancea en esa duermevela en la que la imaginación saca a pasear
nuestros peores miedos y temores. Con Velveteen Matador y Number One
with a Bullet completa el trío de canciones más accesibles del
lote, armonías que tan pronto traen a la memoria el folk-rock de los
Buffalo Springfield como se lanzan a los brazos del
gospel-soul de The Band. Pura gloria melódica.
En Falls of Sleep las voces de
Catherine y Janet luchan en la oscuridad para narrar una ejecución
digna de uno de esos westerns crepusculares que tanto gustaban a Sam
Peckinpah. Sus gargantas se turnan, despejan la bruma, separando la
realidad del mito hasta llegar de la mano a ese desgarrador 'The
End'. “All we seek is mercy until dawn” reza el estribillo más
resignado del disco. Con él nos recuerdan que la grandeza de su
pluma consiste en ser capaces de trazar esas escenas trágicas, en
las que el final parece escrito de antemano. Historias que sólo
ellas son capaces de derribar con esos versos envenenados, moraleja
de la que nadie sale indemne. Puede que Scheherazade adolezca de este
tipo de derechazos poéticos. O que los esconda bajo esa capa de
arreglos oxidados y voces enfrentadas. Puede que a ratos el dúo se
arrime al Nick Cave más enraizado o vire hacia terrenos ya excavados
por Will Oldham y Richard Buckner. Al final son las historias, y
sólo ellas, las que permanecen en pie.
Con Ghost Song, la canción que cierra el
disco, la pareja firma su pieza más clásica. Una tonada country que
sirve de lamento por los que se han ido, por los que se irán y nunca
volverán, por las despedidas que a buen seguro vendrán. En sus voces
los recuerdos se convierten en un desfile de fantasmas, un eco que va
apagándose poco a poco. Como el curso del río, el rastro se pierde
montaña arriba. Allí permanece el secreto de su música. Un legado
que, una decena de discos después, permanece virgen y salvaje.
Escuchar Scheherazade, la última pieza en sumarse al rompecabezas, no
despeja el misterio, tan sólo lo hace más denso. En la despedida Catherine y Janet se preguntan "where you've been gone
so long? / and how long will you be gone?". Ni ellas ni nadie conocen la respuesta.
LLL
LL
LLL
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