18/2/16

Historias desde la barra de un pub


En esa época solíamos ir a un sitio en el cruce entre Holborn y Kingsway, allí donde la city pierde su anatomía y se funde con ese Londres de piedra mojada. Los tipos trajeados llenaban las calles, felices de haber terminado su jornada de trabajo, ansiosos por cruzar el puente de Waterloo y decir adiós al asfalto y la ruina por un par de días. Yo había salido de uno de mis interminables turnos nocturnos y había amanecido pasado mediodía. Probablemente había hecho una visita a la tienda de la esquina y me había gastado las monedas sobrantes en Rat Records.

Eso era en las semanas pares, cuando en la cuenta empezaban a asomar los números rojos. A principios de mes, descontado el alquiler y los gastos imprevistos, podía permitirme el lujo de pasarme por Berwick Street. Sister Ray siempre tenía las últimas novedades, aunque casi siempre terminaba merodeando por los cajones de reediciones de Reckless Records. A veces también tenía tiempo para trastear en la tienda de saldos de los soportales o corregir mi desconocimiento de la soul music en Sounds of the universe. Siempre caía algo.

El botín bajo el brazo, la felicidad del fin de semana, me hacían esquivar algún que otro coche y el típico borracho que había decidido adelantar la gloria etílica al mediodía. A pesar de todo, a esa hora la ciudad todavía parecía un bullicio de carteras y zapatos lustrosos. De hecho, yo era el único extraterrestre con mi camiseta de Buddy Holly y mi parca comprada en Camden. Nadie me miraba, claro, esto es Londres. El anonimato me permitía camuflarme entre las esquinas y los tubos de escape y llegar casi de un salto a mi destino: el Princess Louise. Pub con nombre de princesa rosa, fachada engalanada que contrastaba con la dureza de los edificios de oficinas. Aquello parecía un auténtico paraíso en mitad del caos y allí que me sumergía sin llamar a la puerta.

Lo mejor era entrar y ocupar uno de los reservados de la primera planta, con acceso directo a la barra pero sin el incordio de los exaltados de primera hora. Como casi siempre aquello era misión imposible. Tampoco importaba. Arriba los sillones de terciopelo y la chimenea, encendida sólo los días más duros del invierno, eran estímulo de sobra para ocupar una esquina de la moqueta. Las luces insinuaban, aunque lucían lo suficiente como para leer durante un rato mientras esperaba a que llegara el resto de la tropa.

Mi pasatiempo favorito, no obstante, era pedir una de esas pintas de color turbio, preferiblemente de trigo, y sentarme simplemente a observar la fauna local. Entre el grupo de trajeados, con la corbata desabrochada desde hace más de una hora, siempre se dejaba ver un gentleman que había alargado la hora del té y la lectura del periódico de la tarde. El grupo de amigas, que parecían haberse reencontrado tras medio año sin verse las caras, soltaba una carcajada. Un camarero secaba los vasos al otro lado de la barra y los grifos de cerveza brillaban esperando la hora punta. En ese cambio de guardia de las cinco lo prosaico y lo aristocrático se encontraban. Mis pantalones rotos por las rodillas eran lo más atrevido del lugar.

A pesar de todo podía practicar mi hobby sin temor a ser descubierto. Durante esas tardes entendí por qué Ray Davies escribía lo que escribía en sus canciones. O por qué Elvis Costello siempre prefirió el calor del pub a la galantería de las grandes salas durante sus primeros años en el negocio musical. Desde la barra de uno de esos sitios sagrados se podía ver la vida pasar. Recuerdo las domingos de verano en The Angel, aquel pub colgado de los muelles del Támesis, o la sencillez del Grand Union donde calentábamos la resaca de los sábados con sol y cebada. El tiempo se estiraba. La primera ronda daba paso a la segunda, que daba paso a una roast dinner y una botella de vino importado. Los locos no llamaban la atención porque eran mayoría. 


Era en aquellos tiempos muertos donde el corsé de la rutina aflojaba sus botones. La broma y lo cotidiano se colaban por las rendijas de esa Inglaterra seria y rancia. La ironía tomaba posiciones y el mencionado Ray Davies apuntaba en su libreta cosas como “whatever the situation whatever the race or creed, Tea knows no segregation, no class nor pedigree”. Sólo en Londres podría haber nacido un tipo tan irreverente como el mayor de los Kinks. Recuerdo que su Muswell Hillbillies, homenaje a los barrios de planta simple y ladrillo visto, siempre me acompañaba en aquellas incursiones por la parte alta de la ciudad.

Otro de los que nunca siguieron las reglas de lo políticamente establecido fue John Howard. Puede que su debut de 1975 tuviera mucho de glam-rock y el artista luciera en la portada uno de esos trajes recién comprados en Oxford Street, siguiendo la moda de la época. Aquellas letras abiertamente gays, a veces coqueteando con lo morboso, se antojaban demasiado explícitas para la FM británica. Seamos francos. El mundo parecía listo para la ambigüedad sexual de Bowie o Elton John, pero el rock era todavía un negocio de “hombres rectos”.

El resto de su historia encaja en el molde de lo conocido. Tras el fracaso del estreno discográfico, el sello decide rescindir el contrato con el artista, condenándole al olvido hasta la llegada del nuevo siglo. Las primeras grabaciones con material nuevo llegarían en 2005, seguidas de otra media docena de discos compuestos ya desde su retiro en España. En ellos el músico mantiene ese gusto por el pop barroco y la melodía esculpida desde el piano. El primer Elton John permanece en el horizonte pero, quizás fruto de la edad, Howard afila su pluma más costumbrista. Como si de un Bill Fay escribiendo desde la barra de un pub se tratara.

Lo vemos en Before, canción que abre su reciente álbum junto a The Night Mail. En ella el autor, siguiendo la costumbre local, ve la vida pasar desde uno esos cafés escritos con letras de oro. Coge una servilleta y escribe: “Those hours staring at the clock while you sat waiting for the knock”. En una ciudad en la que el tiempo corre sin avisar, aquellas horas muertas son siempre la mejor parte del día. Aunque para ello haya que resguardarse en la parte trasera de un bar.

Desde allí Howard aprovecha para dibujar sus perfiles más mordaces. La maestra de amores de Deborah Fletcher, el maniático de Control Freak, el nostálgico empedernido de In The Light of Fires Burning. Imposible no identificarte con el currante de London's After-Work Drinking Culture si has vivido un tiempo en la capital inglesa. En Tip of your Shoe el músico actualiza el mito del hombre moderno que los Kinks trazaban en 20th Century Man. Tampoco la lacra de la homofobia se libra del veneno en Safety in numbers.

El hilo de la música avanza a pesar de todo sin sobresaltos. Las líneas de piano traen a la memoria el vodevil y el sarcasmo de Randy Newman, el romanticismo de Supertramp y la versión más clásica del pop de las islas. Sus ropajes elegantes recuerdan a esas lámparas de araña que cubren los techos de los pubs más antiguos. Aunque también sirven para los antros más modestos de los callejones de ladrillo. Esos en los que pasábamos las tardes compartiendo pintas a tres libras y media y canciones de la jukebox. La ciudad era una ruina, pero al menos teníamos un lugar en el que caernos muertos. Eramos felices.
LLL

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