En esa época solíamos ir a un sitio en
el cruce entre Holborn y Kingsway, allí donde la city pierde su
anatomía y se funde con ese Londres de piedra mojada. Los tipos
trajeados llenaban las calles, felices de haber terminado su jornada
de trabajo, ansiosos por cruzar el puente de Waterloo y decir adiós
al asfalto y la ruina por un par de días. Yo había salido de uno de
mis interminables turnos nocturnos y había amanecido pasado
mediodía. Probablemente había hecho una visita a la tienda de la
esquina y me había gastado las monedas sobrantes en Rat
Records.
Eso era en las semanas pares, cuando
en la cuenta empezaban a asomar los números rojos. A principios de
mes, descontado el alquiler y los gastos imprevistos, podía
permitirme el lujo de pasarme por Berwick Street. Sister Ray siempre
tenía las últimas novedades, aunque casi siempre terminaba
merodeando por los cajones de reediciones de Reckless Records. A
veces también tenía tiempo para trastear en la tienda de saldos de
los soportales o corregir mi desconocimiento de la soul music en
Sounds of the universe. Siempre caía algo.
El botín bajo el brazo, la felicidad
del fin de semana, me hacían esquivar algún que otro coche y el
típico borracho que había decidido adelantar la gloria etílica al
mediodía. A pesar de todo, a esa hora la ciudad todavía parecía un
bullicio de carteras y zapatos lustrosos. De hecho, yo era el único
extraterrestre con mi camiseta de Buddy Holly y mi parca comprada en
Camden. Nadie me miraba, claro, esto es Londres. El anonimato me
permitía camuflarme entre las esquinas y los tubos de escape y
llegar casi de un salto a mi destino: el Princess Louise. Pub con
nombre de princesa rosa, fachada engalanada que contrastaba con la
dureza de los edificios de oficinas. Aquello parecía un auténtico
paraíso en mitad del caos y allí que me sumergía sin llamar a la
puerta.
Lo mejor era entrar y ocupar uno de los
reservados de la primera planta, con acceso directo a la barra pero
sin el incordio de los exaltados de primera hora. Como casi siempre
aquello era misión imposible. Tampoco importaba. Arriba los sillones
de terciopelo y la chimenea, encendida sólo los días más duros del
invierno, eran estímulo de sobra para ocupar una esquina de la
moqueta. Las luces insinuaban, aunque lucían lo suficiente como para
leer durante un rato mientras esperaba a que llegara el resto de la
tropa.
Mi pasatiempo favorito, no obstante,
era pedir una de esas pintas de color turbio, preferiblemente de
trigo, y sentarme simplemente a observar la fauna local. Entre el grupo de
trajeados, con la corbata desabrochada desde hace más de una hora,
siempre se dejaba ver un gentleman que había alargado la hora del té
y la lectura del periódico de la tarde. El grupo de amigas, que
parecían haberse reencontrado tras medio año sin verse las caras, soltaba una carcajada. Un camarero secaba los vasos al otro lado de
la barra y los grifos de cerveza brillaban esperando la hora punta.
En ese cambio de guardia de las cinco lo prosaico y lo aristocrático
se encontraban. Mis pantalones rotos por las rodillas eran lo más
atrevido del lugar.
A pesar de todo podía practicar mi
hobby sin temor a ser descubierto. Durante esas tardes entendí por
qué Ray Davies escribía lo que escribía en sus canciones. O por
qué Elvis Costello siempre prefirió el calor del pub a la
galantería de las grandes salas durante sus primeros años en el
negocio musical. Desde la barra de uno de esos sitios sagrados se
podía ver la vida pasar. Recuerdo las domingos de verano en The
Angel, aquel pub colgado de los muelles del Támesis, o la sencillez
del Grand Union donde calentábamos la resaca de los sábados con sol
y cebada. El tiempo se estiraba. La primera ronda daba paso a la
segunda, que daba paso a una roast dinner y una botella de vino
importado. Los locos no llamaban la atención porque eran mayoría.
Era en aquellos tiempos muertos donde
el corsé de la rutina aflojaba sus botones. La broma y lo cotidiano
se colaban por las rendijas de esa Inglaterra seria y rancia. La
ironía tomaba posiciones y el mencionado Ray Davies apuntaba en su
libreta cosas como “whatever the situation whatever the race or
creed, Tea knows no segregation, no class nor pedigree”. Sólo en
Londres podría haber nacido un tipo tan irreverente como el mayor de
los Kinks. Recuerdo que su Muswell Hillbillies, homenaje a los
barrios de planta simple y ladrillo visto, siempre me acompañaba en
aquellas incursiones por la parte alta de la ciudad.
Otro de los que nunca siguieron las
reglas de lo políticamente establecido fue John Howard. Puede que su
debut de 1975 tuviera mucho de glam-rock y el artista luciera en la
portada uno de esos trajes recién comprados en Oxford Street,
siguiendo la moda de la época. Aquellas letras abiertamente gays, a
veces coqueteando con lo morboso, se antojaban demasiado explícitas
para la FM británica. Seamos francos. El mundo parecía listo para
la ambigüedad sexual de Bowie o Elton John, pero el rock era todavía
un negocio de “hombres rectos”.
El resto de su historia encaja en el
molde de lo conocido. Tras el fracaso del estreno discográfico, el
sello decide rescindir el contrato con el artista, condenándole al
olvido hasta la llegada del nuevo siglo. Las primeras grabaciones con
material nuevo llegarían en 2005, seguidas de otra media docena de
discos compuestos ya desde su retiro en España. En ellos el músico
mantiene ese gusto por el pop barroco y la melodía esculpida desde
el piano. El primer Elton John permanece en el horizonte pero, quizás
fruto de la edad, Howard afila su pluma más costumbrista. Como si de
un Bill Fay escribiendo desde la barra de un pub se tratara.
Lo vemos en Before, canción que abre
su reciente álbum junto a The Night Mail. En ella el autor,
siguiendo la costumbre local, ve la vida pasar desde uno esos cafés
escritos con letras de oro. Coge una servilleta y escribe:
“Those hours staring at the clock while you sat waiting for the
knock”. En una ciudad en la que el
tiempo corre sin avisar, aquellas horas muertas son siempre la mejor
parte del día. Aunque para ello haya que resguardarse en la parte
trasera de un bar.
Desde allí Howard aprovecha para
dibujar sus perfiles más mordaces. La maestra de amores de Deborah
Fletcher, el maniático de Control Freak, el nostálgico empedernido
de In The Light of Fires Burning. Imposible no identificarte con el
currante de London's After-Work Drinking Culture si has vivido un
tiempo en la capital inglesa. En Tip of your Shoe el músico
actualiza el mito del hombre moderno que los Kinks trazaban en 20th
Century Man. Tampoco la lacra de la homofobia se libra del veneno en
Safety in numbers.
El hilo de la música avanza a pesar de
todo sin sobresaltos. Las líneas de piano traen a la memoria el
vodevil y el sarcasmo de Randy Newman, el romanticismo de Supertramp
y la versión más clásica del pop de las islas. Sus ropajes
elegantes recuerdan a esas lámparas de araña que cubren los techos
de los pubs más antiguos. Aunque también sirven para los antros más
modestos de los callejones de ladrillo. Esos en los que pasábamos
las tardes compartiendo pintas a tres libras y media y canciones de
la jukebox. La ciudad era una ruina, pero al menos teníamos un lugar
en el que caernos muertos. Eramos felices.
LLL
LLL
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