Puede parecer algo trivial, pero me reconforta seguir encontrando artistas que se maravillan con la música hecha hoy en día. Ahora que todos nuestros héroes parecen haberse quedado en el recuerdo, resulta refrescante ver cómo alguien del gremio defiende a capa y espada a los ídolos de nuestro presente. Porque sí, los hay y en abundancia. No sólo están los Neil Young y los Bob Dylan, incombustibles en su empeño por desafiar las leyes del tiempo. También tenemos a los Ron Sexsmith, Richard Hawley, Kurt Wagner y compañía. Tipos en apariencia menores, pero que a buen seguro seguirán emocionándonos dentro de veinte o treinta años con sus canciones. Para mí, ellos ya han hecho su labor. Siempre tendrán un hueco en la estantería dorada.
Aún así sigo
recibiendo sus discos más recientes como si se tratara de una manantial
de agua fresca llegada directamente del pozo sagrado de las
canciones. Ya no se trata de superar ninguna obra maestra del pasado,
sino de seguir siendo fieles a esa manera modesta y sencilla de hacer
música. Una lealtad que en nuestro país representa como nadie
Quique González. El músico madrileño encaja como nadie en ese
perfil de artista orgulloso de sus héroes del que hablábamos. En
sus letras no es raro escuchar referencias a Dylan o al Último Vals.
La cosa, no obstante, va más allá. En su último disco, editado
hace unos días, los guiños a la música de Ryan Adams y Ron
Sexsmith son evidentes. Casi buscados. Más escondida, aunque
igualmente fundamental, la mención al vaquero Lyle Lovett demuestra
que la galería de héroes de Quique es de largo recorrido. Como su
carrera.
Para quien no
lo conozca, Lovett es otro de esos artistas que nunca acapararán
grandes portadas pero cuya discografía ha sido capaz de superar
cualquier exámen que el tiempo le ha impuesto. Su voz de predicador
contrasta con su música cálida y elegante. También con esas
historias jocosas en las que el amor se convierte en venganza y el
desierto en motivo de chanza. Puede que gran parte de la culpa la
tenga esa expresión quebrada, como de personaje salido de una
película de David Lynch. Él, lejos de apartar la mirada, echa leña
sobre el asunto. “Es difícil usar un gorro de cowboy con mi pelo y
no me sientan tan bien los vaqueros como a Dwight Yoakam”, comenta
con sorna Lovett. Él siempre fue más de trajes oscuros y hebillas
doradas -como los que luce en la portada de algunos de esos discos-,
de esa América dura y silenciosa del sur.
A pesar de
todo, Lovett dibuja un cuadro extraño de cowboy. Gran seguidor de la
tradición tejana de songwriters, durante su etapa universitaria era
habitual verle en los cafés del campus interpretando canciones de
Guy Clark, Townes Van Zandt y Vince Gill junto a Robert Earl Keen.
Quién sabe, quizás con los años podría haber llegado a dominar el
oficio de músico espartano de voz y guitarra acústica. Nunca lo
sabremos. La casualidad quiso que a mediados de los ochenta Lovett
recibiera una llamada para participar en un pequeño festival en
Luxemburgo. Sería allí, entre concierto y concierto, donde
conocería a los músicos que más tarde se convertirían en su banda
de acompañamiento. Las piezas comenzaban a encajar. Con ellos Lovett
encontraría ese sonido en el que la tradición forajida se mezcla
con el swing y el gospel. Una receta personal en la que Solomon Burke
y Joe Ely comparten mesa y mantel. Piensen en los discos más
enraizados de Joe Henry, piensen en un John Hiatt con
pajarita y frac.
El resto de esta historia no hace falta imaginársela. En la segunda mitad de los ochenta Lovett editaría tres discos con los que se unía a esa nueva generación de artistas country que renegaban del monopolio de la ciudad de Nashville. Me refiero a nombres como Dwight Yoakam, Randy Travis o Steve Earle. Curiosamente todos ellos terminarían mudándose tarde o temprano a la capital de Tennessee. No así Lovett, que permanecería en su Texas natal en busca de esas historias envueltas en swing y música negra. Sólo a él se le podría haber ocurrido escribir una canción como L.A. County en la que un amante despechado acaba con la vida de su antigua novia el día de su boda. Más propia de un guión de novela negra, el tejano acostumbra a emparejarla en sus conciertos con una versión del clásico del soul Stand By Your Man. Los celos son también el argumento central de I Loved You Yersterday, tonada romántica y sencilla. El premio no obstante se lo lleva una canción titulada I Married Her Just Because She Looks Like You.
Podríamos
seguir un rato más con la lista de agravios, aunque más de uno se
habrá dado cuenta a estas alturas que en las canciones de Lovett los
personajes femeninos no suelen salir muy bien parados. Tampoco en la
inmensa mayoría de tonadas del cancionero forajido, para ser
honestos. El tejano, lejos de negarlo, lleva esto hasta sus últimas
consecuencias. Narra una desgracia y la adorna con una
instrumentación dulce, más propia de una big band que de la dureza
del country. Plasma un asesinato y lo convierte en una comedia de
enredos. Es su manera de renovar el género, riéndose de las
convenciones que encadenan a la mayoría de sus compañeros de
profesión. “Es como si las hubiera escrito alguien diferente. Así
es como siento a veces las canciones. No pienso en mí como alguien
con una gran imaginación, me considero un gran mentiroso”, asegura
Lovett, recordando en esto a Randy Newman, maestro de la melodía
satírica en el país de las barras y estrellas.
Nada de ello
quita para que el tejano se tome muy en serio su oficio. Elegante,
culto, su relectura del canon vaquero para escenarios de etiqueta no
le ha impedido participar en citas más enraizadas como el Newport
Folk Festival, emblema del circuito norteamericano. Vale, Lovett no
es Steve Earle y su música poco tiene de ese espíritu polvoriento
de pioneros como Woody Guthrie o Hank Williams. De hecho sus
canciones suenan dulces, incluso en ocasiones radiables. En ningún
caso, que quede claro, empaquetadas y listas para ser despechadas en
cajas de de cientos o miles en la Music City. Gracias a ello Lovett
se puede permitir el lujo de hacer lo que le venga en gana.
Incorporar a su repertorio canciones de iglesia y jugar a ser un
bandido del far west, hacer sus pinitos en la gran pantalla y
reivindicar a los grandes maestros de su profesión, que no es otra
que escribir canciones.
Mi capricho favorito, sin embargo, lleva por nombre Step Inside
This House. Tras él se esconde una canción de Guy Clark -la primera
que compuso, de hecho- y un álbum doble en el que Lovett rinde
homenaje a sus maestros, esos songwriters tejanos que tallaron sobre la roca dura el manual de la canción polvorienta. Hablo de
Vince Bell, de Eric Taylor y de su amigo Robert Earl Keen, de Steven
Fromholz, de Walter Hyatt, de Townes Van Zandt... Sobre todo de este
último. Puede que frente al compositor de canciones como Pancho &
Lefty o If I Needed You, Lovett represente una visión más amable y
adornada del country. Ya conocen la historia. Con los años Van Zandt
fue renunciado a cualquier tipo de artificio en su música
convirtiéndose en esa figura cruda y fuera de la ley, capaz de
defender un repertorio con la simple ayuda de una guitarra y una voz.
Lyle Lovett, por contra, suma y suma. En sus discos es capaz de echarse un sombrero de ala ancha
a la cabeza y seguir swingeando, acompañarse por una decena de
músicos y desnudar las canciones hasta convertirlas en una simple
melodía blues, recuperar el cancionero vaquero y soñar con emular a
Ray Charles y su big band. Sin miedo, siendo fiel a un género que, por
más que alguno se empeñe, sigue estando muy vivo.
LLL
LLL
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