People tell me it’s country music, and I ask, “which
country?”
– Terry Allen
En 1961, cuando el rock&roll
parecía destinado a convertirse en otra moda pasajera tras la muerte
de Buddy Holly, el Instituto Monterey de Lubbock se preparaba para
organizar su concurso anual de talentos. Terry Allen y David Box,
dos chavales a punto de alcanzar la mayoría de edad, parecían no
haberse dado por aludidos y el día de los ensayos se presentaron con
una versión a piano y guitarra de un tema de los Crickets de Holly
-o de Bo Diddley, según quién cuente la historia-. Quizás ninguno
de sus profesores conocía la música del rockero más famoso de la
ciudad o simplemente a nadie parecía importarle ya el “poder
corruptor” del rock&roll -al fin y al cabo era agua pasada, el
sonido de los años cincuenta-, pero los dos adolescentes lograron
que sus nombres acabaran en el cartel de la velada. Finalmente y sin
previo aviso, la pareja decidió cambiar el repertorio de su
actuación en el último minuto e interpretar una canción de cosecha
propia titulada Roman Orgy. La osadía les costaría a ambos
tres días de suspensión. También brindaría a Terry Allen su
primera lección en el mundo del arte: no hay nada más provocador
que hacerlo tú mismo.
Poco más se supo de Box tras aquella
travesura de instituto, pero cuatro años más tarde Allen, decidido
a seguir dándole una oportunidad a su carrera como artista, hacía
su debut televisivo en el programa musical Shindig!. Allí, en un
episodio en el que también participaría gente como Marianne
Faithfull o Billie Preston, el joven músico interpretaría al piano
las dos únicas canciones que sabía tocar: St. Louis Blues -la
composición que su madre le había enseñado de pequeño- y aquella
canción de Buddy Holly que nunca sonó en el concurso de talentos de
1961 del Instituto Monterey. Más allá del repertorio, obsoleto para
una América que ya había conocido a los Beatles, los Rolling o al
Dylan eléctrico, lo que chocó a los espectadores de aquel programa
fue que el joven debutante hiciera sonar un kazoo a modo de solo en
mitad de la canción. Definitivamente el artista de Lubbock no
encajaba en los estándares de la época.
Decepcionado o simplemente demasiado
ocupado con su vida académica en el College Arts Institute de
California, Allen no volvería a entrar en contacto con la industria
musical hasta diez años después. Concretamente en 1975, año en el
que se editaría uno de los debuts más enigmáticos de la música
norteamericana. Juarez, título de aquel ciclo de canciones que a
ratos se asemeja a una obra teatral, volvía a mostrar la capacidad
del tejano para romper con los cánones de la época. Aunque con
formas de country forajido, la mayor parte del disco se sostiene
sobre las notas oscuras del piano de Allen. A ratos recuerda a Randy
Newman, pero también a cualquier tugurio cerca de la línea que
separa Texas y Méjico. Ry Cooder se deja notar entre sus surcos,
también el Neil Young de Tonight's The Night y Time Fades Away.
Juarez tiene mucho de desolador, de ese aspecto noir que impregna la
trilogía de la cuneta del canadiense. Tanto que uno no puede evitar
recordar el Berlín sepia de Lou Reed cada vez que escucha la
historia de esos cuatro personajes que vagan sin rumbo sobre el filo
de la frontera. En Juarez, como en el célebre disco de Lou, hay
cabaret y sexo, violencia y esa tristeza que permanece tras los días
de lluvia.
Lo cierto es que a mediados de los
setenta el country ya había entrado en contacto con este tipo de
trucos cinematográficos -sin ir más lejos, Willie Nelson había
editado hace apenas un año su propio ciclo de canciones bajo el
nombre de Red Headed Stranger-. Sin embargo el álbum de Allen
llevaba la apuesta un paso más allá. Quizás tanto que le condenaba
de manera casi inmediata al cajón de artistas de culto. Para empezar
el disco de Nelson se centraba en un protagonista estereotípico -un
enamorado que se da a la fuga tras matar a su mujer y al amante de
esta-, mientras que el relato de Allen contaba con cuatro
protagonistas a cada cual más inadaptado -un marinero y una
prostituta, un pachuco y su novia-. Para romper más el hechizo, el
autor de Juarez deslizaba el final de la historia nada más comenzar
el álbum y el clímax era resuelto en apenas un par de versos.
Seamos honestos: ningún productor de Hollywood en su sano juicio
contrataría a Allen como guionista de una de sus películas.
Juarez, por contra, siempre tuvo más
de cómic underground. De alguna manera se podía disfrutar como una
colección de viñetas que Allen trazaba de manera sobria con su
piano. También como una pieza teatral -de hecho, años después de
David Byrne ayudaría a levantar una adaptación dramática del
disco-. Una historia contada desde múltiples perspectivas en el que
los personajes carecen de rostro, como fantasmas a la carrera que
terminan mojados en sangre y sexo. El desierto sirve de escenario la
mayor parte del tiempo. También la carretera, que se convierte en la
verdadera protagonista de la trama. Eso sí, no esperen encontrarse
con una soleada Autopista 66 fundiéndose en el horizonte. En Juarez
el asfalto se asemeja más a una suerte de línea oscura,
imperceptible, sobre la que los protagonistas caminan como si tratara
de un alambre. Es ese frágil equilibrio el que hace que todo parezca
en suspenso, desenrollándose como un poema de Allen Ginsberg, una
película de Terrence Malick o una novela de Cormac McCarthy.
“Sailor y Alice encarnan de alguna
manera una época de inocencia, casi como los cincuenta, y Jabo y
Chic son definitivamente personajes de los sesenta, y todos terminan
cruzándose. También pienso que todos están fuera de lugar: el
marinero está fuera del agua, la prostituta siempre está intentando
ir a otro sitio, Jabo “va al norte para ir al sur” y Chic es un
elemento misterioso, porque ella sólo está ahí por el viaje. Pero
todo estas cosas están en constante movimiento y en constante
colisión unas con otras”, aseguraba Allen en una entrevista.
Llegados a este punto no está de más decir que la historia de estos
cuatro personajes acaba en tragedia. El encuentro de ambas parejas
termina con el marinero y la prostituta bajo tierra (¿el final de la
inocencia de los cincuenta?) y la pareja formada por Jabo y Chic a la
fuga, rumbo a Juarez. Por supuesto Allen nunca cuenta si estos
alcanzan su destino. Tampoco los motivos que les llevan a acabar con
la vida del marinero y Alice. La historia -rica en detalles en
algunos tramos, apenas sugerida en otros- termina convertida en un
boceto, unas cuantas líneas de fuga que se cruzan en mitad de la
llanura tejana. Allí el autor plasma con maestría ese ambiente
claustrofóbico de la frontera, lleno de sueños que apuntan hacia el
sur, atada al rígido conservadurismo de Texas, el antiguo estado
confederado.
En parte uno no puede evitar pensar
que, a pesar de lo alocado del asunto, Juarez recoge mucho de los
elementos autobiográficos de la vida de Allen. De vocación
artística y académica, la línea que separa Estados Unidos de
México siempre fue un elemento de fascinación para el artista. Un
mito que el rock&roll, siempre en busca de nuevos maneras de
morder la conciencia, no desaprovechó. Tampoco el cine, que
convirtió México en la única salida para asesinos, ladrones y
forajidos. Ambos moldearían los sueños de toda una generación de
adolescentes americanos. También los de Terry Allen, que en cuanto
cumplió la mayoría de edad se largó de Lubbock. No acabó en el
lado sur de la frontera, sino en Los Ángeles, donde se convertiría
en uno de los artistas audiovisuales más respetados del circuito
estadounidense. Sin embargo, Lubbock y la frontera, como los
personajes fantasmagóricos de Juarez, regresarían una y otra vez a
su obra. En 1978 Allen dedicaría su segundo álbum a su ciudad de
origen, recibiendo cierta repercusión cuando una versión de
Amarillo Highway, la canción que lo abría, fue incluida en un álbum
de Bobby Bare. Migajas. Ni Juarez ni Lubbock (on
everything) -título de este segundo trabajo- sonarían más allá de
los círculos underground del country forajido.
Un dato. En su primera tirada el debut
de Allen apenas alcanzaría la irrisoria cifra de cincuenta copias,
aunque los afortunados que se hicieron con ellas recibieron como
recompensa una serie de litografías realizadas por el propio autor.
Meses después el álbum ganaría una segunda edición, esta vez a
cargo de una discográfica. De nuevo la tirada se limitaba a las mil
copias. Tan sólo la reciente reedición por parte de Paradise of
Bachelors ha logrado sacar a Juarez del baúl de las reliquias. Al
menos en lo que se refiere al ámbito musical. A la adaptación
teatral ya mencionada a cargo de David Byrne, hay que unirle una
versión radiofónica para la NPR americana y una dirigida por el
propio Allen en la que se incluían esculturas e instalaciones
audiovisuales. De alguna manera ese aspecto inacabado del álbum
original, casi amateur, ha permitido que la historia que cuenta
Juarez nunca se agote. Más allá de ser un simple disco o un relato
musicado, el ciclo de canciones del tejano ha terminado mutando en
enigma, puzzle en el que plasmar la violencia, el miedo y la libertad
que mueven el sueño americano. Visto así, Juarez tiene mucho de
western crepuscular, relato digno de una cinta de Sam Peckinpah. Es
la misma historia contada mil y una veces -la huída-, aunque con una
vuelta de tuerca de más. Una suerte de corrido musical que fascina
por sus personajes, pero también por esa manera tan única de narrar
de Allen.
Con su debut el artista lograría
fotografiar como pocos esa línea imaginaria que separa Estados
Unidos de México. El sentimiento que quema dentro del corazón de
cualquier adolescente: huir y no mirar atrás. El rock&roll. Las
carreras de coches. Largarse de la ciudad -como el propio Allen
definiría, medio en obra, medio en serio, al arte-. Él, que tuvo
que abandonar el yugo de Texas para labrarse una historia como
artista, terminaría regresando a Lubbock años después, decidido a
saldar una deuda pendiente. No lo lograría. Rechazado, quemado por
la cerrazón sureña, el músico haría el camino de vuelta a Los
Ángeles meses después, donde a día de hoy sigue residiendo y
desarrollando su obra. Una de sus últimas
creaciones, Road Angel, reproduce a tamaño real su primer coche, un
Chevy de la época en la que grabó Juarez. En él, la rueda delantera del conductor ha sido
sustituida por un altavoz del que salen escupidas canciones de Rodney
Crowell y Steve Earle, versiones del Racing In The Street de
Springsteen y un poema que lleva por título Vehicular Ventricle.
También se puede escuchar una composición del hijo de Allen, que incluye
la que posiblemente sea la mejor definición del arte de Neil Young jamás dicha: “Neil
Young on the radio playing guitar sounds just like the way I drive my
car”. Como el padre, Bale Allen ha aprendido la lección: no hay
mejor canción que aquella que sirve de banda sonora a un viaje en
carretera.
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