Había sido un fin de semana de calor
improbable para la capital inglesa, casi californiano. El día anterior nos habíamos refugiado en las
praderas de Hampstead Heath, al norte de la ciudad, esperando que el
verde de las colinas aliviara el sofoco. Tan sólo las cervezas templadas
y la amistad compartida a través de canciones y anécdotas nos hizo
sentirnos un poco más ligeros. Desde allí, caminando por la sombra,
habíamos dejado el barrio de Highgate a la derecha para enfilar las
calles de Muswell Hill, zona distinguida de la ciudad, cuna de
aquellos dos hermanos que terminarían formando una de las bandas
esenciales de la Gran Bretaña. La memoria de Londres es corta, pero
al menos el aroma a ale y un par de santuarios nos recordaron que allí
habían nacido Dave y Ray Davies. Los Kinks. El ADN british encapsulado en melodías de tres minutos. Sin ellos nadie se hubiera atrevido a
contar las miserias detrás del telón de purpurina. Ellos, que nunca
habían triunfado en la tierra de las oportunidades, nos iban a
servir de alfombra de entrada a otro artista que había logrado
vencer a su manera.
Las visitas de Tom Petty y sus
Heartbreakers tienen el matiz de algo legendario a este lado del
charco. Tanto que, entre sus seguidores europeos, la asistencia a uno
de sus conciertos se ha terminado convirtiendo en una suerte de
condecoración entre los militantes de la parroquia rock. Pocos
pueden decir que le han visto en directo; menos, que lo han hecho en
territorio nacional (todavía te esperamos en España, Tom). Único,
situado en la delgada línea entre el éxito masivo y la veneración
de culto, Petty se ha ganado el favor de un público europeo que sabe
que nunca llegará a las cotas mesiánicas de Springsteen o Dylan,
pero que siempre guardará en su baúl de recuerdos algunas de las
canciones del rubio de Florida. Él es uno de los pocos artistas
capaces de convertir la liturgia de un espectáculo de estadio en una
velada entre viejos amigos. En Londres, estábamos sesenta y cinco
mil, pero parecíamos la décima parte. También para la banda que
acompañaba a Petty, los ya legendarios Heartbreakers, que celebran
en esta gira cuarenta años acompañando al compositor de American
Girl. En Rockin' Around (With You), la canción con la que abrieron
su set, sonaron como una banda de garaje. Compacta, directa al grano,
con el ritmo siempre en cabeza.
Aquella había sido, no obstante, la
canción con la que los Heartbreakers se habían presentado al mundo,
allá por 1976. Su rock propulsado por guitarras y estribillos
cantados al unísono parecía desafiar la moda de la época sin
necesidad de grandes acrobacias. Su sonido parecía amoldarse a un
tiempo lleno de grandes despliegues y escenarios pomposos. Pero
también daba en la tecla de la sencillez de los tres acordes. Esto
permitió a Petty sortear la complicada década de los ochenta
cosechando éxitos, sin perder por ello su integridad entre los
seguidores del rock de guitarras. Así, para cuando los noventa
asomaban, él y los Heartbreakers eran ya una institución y podían
permitirse el lujo de dejar una canción como Mary Jane's Last Dance
fuera de sus elepés. En Hyde Park sonó como siempre nos la habíamos
imaginado: jovial, profunda y con esas armonías vocales del
estribillos golpeándonos en la cabeza una y otra vez.
Sólo habían pasado diez minutos y el
rubio ya nos tenía en el bolsillo. A partir de este momento Petty se
dedicaría a repasar sus melodías más reconocibles, poniendo el
acento en Wildflowers, aquel disco de 1994 grabado
junto a Rick Rubin que demostraba que el de Florida era algo más que
un compositor de canciones para la FM americana. You don't know how
it feels nos devolvió su versión más country-blues. Scott Thurston
se divertía desde la esquina con la armónica mientras Campbell,
gafas de sol y sombrero cubriendo sus rastas, acompañaba a Petty sin
necesidad de pisar el acelerador. Sencillo y con temple, como sólo
él sabe. Más encendida sonó Forgotten Man, del último disco de
los Heartbreakers, ese Hypnotic Eye cargado de riffs y guitarrazos
blues. I Won't Back Down y Free Fallin' se convirtieron, como era de
esperar, en un karaoke entre el público de Hyde Park y la banda.
Con ellas entrábamos en el tramo más
solemne del concierto. Walls, la canción que abría la banda sonora
de She's the one, sorprendió a los seguidores más longevos de la
banda. Su estribillo pop, agridulce, merece estar entre lo más alto
de la producción de Petty. También Don't Come Around Here No More,
que, despojada de toda la fanfarria de su época, sonó por fin con
ese acento sureño que el título del disco de 1985 demandaba.
Desnuda, acústica, acompañada por esos dos ángeles en los coros
que Petty se había traído de la antigua banda de Leonard Cohen. Más
previsible era la aparición de Stevie Nicks sobre el escenario de
Hyde Park. Su set a primera hora de la tarde había sido plomizo y
espeso, tan sólo elevado por una Landslide final que permitió
salvar los muebles a la antigua vocalista de los Fleetwood Mac. Su
colaboración con Petty y los Heartbreakers en Londres sonó más a
compromiso que a auténtico encuentro entre viejos amigos. La
interpretación de Stop Draggin' My Heart Around sonó plana, falta
de química, instante a olvidar en una noche casi perfecta.
Subieron el nivel It's Good To Be a
King y Crawling Back To You, ambas extraídas de Wildflowers. La
primera demostrando por qué Petty es el maestro de los medios
tiempos. Sólo él posee esa habilidad para navegar entre las aguas
que median entre la balada y la urgencia rockera. Su capacidad única
para mantener una melodía en pie hizo que se viera obligado a
alargar It's Good To Be a King hasta los diez minutos, dejando que el
resto de la banda se luciera. Lo mismo ocurrió en Crawling Back To
You, majestuosa, con un Benmont Tench inconmensurable. Puede que su
clase a las teclas pase muchas veces desapercibida entre las melodías
de los Heartbreakers, pero cuando encuentra el hueco es capaz de
demostrar por qué es uno de los instrumentistas más elegantes de la
escena rock. Lo mismo puede decirse de Campbell, fiel escudero de
Petty, maestro del riff sencillo pero efectivo. En It's Good To Be A
King se batió en duelo con el propio líder de la banda, que le dejó
salirse del guión y mostrar su versión más encendida en I Should
Have Known It, aquella canción de Mojo que parecía sacada de los
primeros discos de Led Zeppelin.
Antes habían sonado el tema titular de
Wildflowers -sencillo, sin grandes florituras, como el tema exige- y
una Learning To Fly desprovista de cualquier artificio, con Petty
interpretando a corazón abierto, agradeciendo el calor del público
londinense. Momento para enmarcar, sin duda. También lo fue Yer So
Bad. Con ella Petty había cruzado el rubicón entre los ochenta y
los noventa, tomando el testigo de sus adorados Byrds, pero llamando
a la puerta de una década que se le encumbraría como uno de los
grandes. En Hyde Park el acompañamiento de la mandolina de Campbell
le dio ese toque folk-rock que a veces se echa de menos en los
espectáculos estadios, más pensados para los fuegos artificiales y
las interpretaciones directas. En esta veta sonaron Refugee y Runnin'
Down a Dream. Nada que objetar. Ambas figuran en el olimpo de las
mejores canciones del rubio de Florida por méritos propios. De hecho
Refugee, con su ritmo acelerado, podría ser sin duda su gran himno. Si no fuera porque su
cancionero contiene otro puñado de composiciones de igual o mayor
entidad. Entre ellas esa Runnin' Down a Dream (¿su Born to Run?) con
la que la banda ponía rumbo a los camerinos.
Despedida en falso, intermedio y vuelta
al escenario con una You Wreck Me esperada por el público. Tras ella
ya sólo quedaba redondear la noche con American Girl, primer gran
éxito de Tom Petty, estribillo eterno de los setenta. En ella se
resume toda la carrera del norteamericano. El impulso de juventud,
las ganas de vencer sin perder la esencia por el camino, esa manera
de encarar el sueño americano más cercana a la tragedia de Warren
Zevon que al triunfalismo de Springsteen. La música de Petty, a
pesar de ser capaz de elevarnos a los cielos, siempre tuvo mucho más
de recogimiento y espectáculo privado. Durante años las cintas con
sus canciones circularon casi como un tesoro oculto. Ausente de los
escenarios europeos, sólo escuchábamos sus hazañas a través de la
radio y las revistas. Convertido en un compañero, casi un
amigo, al que parecía que nunca veríamos en persona, el pasado
domingo pudimos por fin cantar juntos sus
estribillos. Ya lo decía la letra de Runnin' Down a Dream. “It was
a beautiful day, the sun beat down / I had the radio on, I was
drivin' / Trees flew by, me and Del were singin' little Runaway / I
was flyin'”.
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