Aquel aquelarre de música y optimismo
hippy se apagó demasiado pronto. Cowboys, soñadores y cuerpos
desnudos se arremolinaron durante aquellos tres días de Agosto. Y en
medio del torbellino psicotrópico, permaneciendo impasibles ante la
revolución que nunca fue, se plantaron aquellos cinco músicos
canadienses -exceptuando su espigado batería, nacido en Arkansas,
hijo de granjeros y con pinta de ídem-. Ellos representaban la cara
oculta del estallido hippy. Sus ropas, desgastadas por el viento de
la montañas; sus barbas, crecidas al más puro estilo amish. No,
ellos no eran el colmo de lo hip. No lanzaban grandes proclamas ni
estampaban sus guitarras contra los amplificadores de cartón. Sus
canciones sonaban como el traqueteo de los viejos trenes, traían a
la memoria los paisajes de maíz, paraban el tiempo con sus armonías
de campos de algodón. No tenían ningún futuro en ese circo de
freaks y buscadores de experiencias esotéricas en el que se había
convertido la década de los sesenta.
Y sin embargo, cincuenta años después,
aquellas canciones, nacidas a los pies de las Catskills, permanecen
en nuestras retinas como si se tratara de fotografías recientes. No
se dejen engañar por esos tonos sepias o esas gabardinas de pana.
The Band siguen siendo la banda. La única que merece un altar en
nuestros hogares. Su discografía, concisa, llena de milagros, tiene
la capacidad de calentar los caserones más desangelados. En ella se
dan cita todos los rincones de una América que se resiste a quedar
sepultada por los rascacielos de papel y los coches de marca, las
grandes multinacionales y los cantautores de “quitaypon”. Ellos,
sin quererlo, comenzaron su propia revolución. La revolución de las
cosas sencillas y las melodías cantadas al calor de la chimenea. La
verdad del día a día convertida en sermón, el hombre usando sus
manos para trabajar la tierra como único héroe americano.
Y vale que la cosa acabó mal, con el
jaco y los malos rollos enturbiando esa sensación de comunidad, esa
geometría perfecta entre cinco músicos capaces de tocarlo todo y
tocarlo bien. Pero durante aquellos primeros años en la casa rosa
surgió una chispa que ya nadie pudo apagar. Un primer disco tan
virgen y puro que todavía a día de hoy sigue provocando
escalofríos. Y un segundo más meditado, profundo en su lectura del
mito sureño, con esa pizca de desesperación asomando por la solapa. El Antiguo y el Nuevo Testamento. Para aquellas The Band ya habían lucido portada en las revistas más
cool de las barras y estrellas. Y, claro, la mitad de los ejecutivos
de la Gran Manzana se pegaban por su ver quién se ponía la medalla
como exhumador del secreto mejor guardado de la música de los
sesenta. Pero las canciones seguían ahí, dispuestas a testificar el
milagro. Canciones que sonaban clásicas. Canciones que uno no sabía
muy bien si habían sido escritas en 1969, en tiempos de la guerra
civil norteamericana o en mitad de una tormenta de polvo en plenos
años treinta. Lo que si quedaba claro es que no sonaban como el
resto de aquellas canciones estridentes que los popes de la radio,
con su gafas de sol y sus chupas de importación, se empeñaba en
repetir una y otra vez durante aquel verano del amor.
Rag Mama Rag pudo ser un éxito de las
ondas. Pero era demasiado country para las emisoras pop y demasiado ranchy para las estaciones de Nashville. Jemima Surrender tenía groove,
pero ese ritmo al más puro estilo "niuorlins" era demasiado
pausado para una década que avanzaba impasible, frenética, como uno
de esos policías que desenfundan antes de preguntar. Up On Cripple
Creek era, por contra, demasiado adelantada para su tiempo. Aquel
órgano imaginaba los contoneos funk con medio lustro de antelación.
Rockin' Chair parecía salido de las fuentes de la Harry Smith
Anhology. Las voces dibujaban una cabaña de madera, las guitarras se
abrazaban como una fraternidad después de una jornada en la mina o
el bosque. Look Out Cleveland salía disparada como un misil para
terminar estampándose en aquel mágico piano de Richard Manuel. No
quedaba mucho más que decir después de aquello.
En el apartado lírico, Robbie
Robertson, todavía con sus gafas y su pinta de bibliotecario,
rubricaba sus mejores textos. Across The Great Divide difuminaba
fronteras y vadeaba ríos y meandros. The Unfaithful Servant contaba
la historia del exilio forzado, la historia de toda canción country:
dejar la tierra para buscar un futuro. Su mezcla de nostalgia,
compasión y heroísmo arañaba el alma. En otro apartado, casi como
una ópera con entidad propia, quedaba The Night They Drove Old Dixie
Down. Lección de historia americana, sangre en la lengua por una
derrota que sigue sin cicatrizar del todo, verdad confederada más
allá del sweet home alabama, himno para los que se empeñan en
enterrar un pasado que permanece en la memoria colectiva. “And the
south will rise again”.
Todo ello se mezcló de manera natural,
sin colorantes ni artificios, en esa melting pot de armonías y
guitarras aritméticas, órganos de capilla y second line, voces
rajadas por el polvo del tiempo. Una anomalía de su tiempo que se
plantó en aquel espectáculo de variedades bajo el rótulo de
Woodstock -a pesar de no tener nada que ver con el verdadero
Woodstock- y que, como en aquella mítica gira eléctrica con Dylan,
se colocó de espaldas al público. Su sonido, ese sonido que nadie
parecía querer escuchar por puritano, old-fashion, trasnochado,
salía de aquella pequeña comunidad de cinco músicos. Una
conspiración en toda regla contra el espíritu de la época de los
freaks y los buscadores de oro. Un pequeño hilo que terminaría
trazando la silueta de un nuevo género -la Americana- y
reivindicaría una manera de hacer las cosas quimérica, sí, pero
todavía posible. Hay esperanza porque todavía nos quedan las
canciones de The Band.
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