1/12/19

El Nuevo Testamento de The Band



Aquel aquelarre de música y optimismo hippy se apagó demasiado pronto. Cowboys, soñadores y cuerpos desnudos se arremolinaron durante aquellos tres días de Agosto. Y en medio del torbellino psicotrópico, permaneciendo impasibles ante la revolución que nunca fue, se plantaron aquellos cinco músicos canadienses -exceptuando su espigado batería, nacido en Arkansas, hijo de granjeros y con pinta de ídem-. Ellos representaban la cara oculta del estallido hippy. Sus ropas, desgastadas por el viento de la montañas; sus barbas, crecidas al más puro estilo amish. No, ellos no eran el colmo de lo hip. No lanzaban grandes proclamas ni estampaban sus guitarras contra los amplificadores de cartón. Sus canciones sonaban como el traqueteo de los viejos trenes, traían a la memoria los paisajes de maíz, paraban el tiempo con sus armonías de campos de algodón. No tenían ningún futuro en ese circo de freaks y buscadores de experiencias esotéricas en el que se había convertido la década de los sesenta.

Y sin embargo, cincuenta años después, aquellas canciones, nacidas a los pies de las Catskills, permanecen en nuestras retinas como si se tratara de fotografías recientes. No se dejen engañar por esos tonos sepias o esas gabardinas de pana. The Band siguen siendo la banda. La única que merece un altar en nuestros hogares. Su discografía, concisa, llena de milagros, tiene la capacidad de calentar los caserones más desangelados. En ella se dan cita todos los rincones de una América que se resiste a quedar sepultada por los rascacielos de papel y los coches de marca, las grandes multinacionales y los cantautores de “quitaypon”. Ellos, sin quererlo, comenzaron su propia revolución. La revolución de las cosas sencillas y las melodías cantadas al calor de la chimenea. La verdad del día a día convertida en sermón, el hombre usando sus manos para trabajar la tierra como único héroe americano.

Y vale que la cosa acabó mal, con el jaco y los malos rollos enturbiando esa sensación de comunidad, esa geometría perfecta entre cinco músicos capaces de tocarlo todo y tocarlo bien. Pero durante aquellos primeros años en la casa rosa surgió una chispa que ya nadie pudo apagar. Un primer disco tan virgen y puro que todavía a día de hoy sigue provocando escalofríos. Y un segundo más meditado, profundo en su lectura del mito sureño, con esa pizca de desesperación asomando por la solapa. El Antiguo y el Nuevo Testamento. Para aquellas The Band ya habían lucido portada en las revistas más cool de las barras y estrellas. Y, claro, la mitad de los ejecutivos de la Gran Manzana se pegaban por su ver quién se ponía la medalla como exhumador del secreto mejor guardado de la música de los sesenta. Pero las canciones seguían ahí, dispuestas a testificar el milagro. Canciones que sonaban clásicas. Canciones que uno no sabía muy bien si habían sido escritas en 1969, en tiempos de la guerra civil norteamericana o en mitad de una tormenta de polvo en plenos años treinta. Lo que si quedaba claro es que no sonaban como el resto de aquellas canciones estridentes que los popes de la radio, con su gafas de sol y sus chupas de importación, se empeñaba en repetir una y otra vez durante aquel verano del amor.

Rag Mama Rag pudo ser un éxito de las ondas. Pero era demasiado country para las emisoras pop y demasiado ranchy para las estaciones de Nashville. Jemima Surrender tenía groove, pero ese ritmo al más puro estilo "niuorlins" era demasiado pausado para una década que avanzaba impasible, frenética, como uno de esos policías que desenfundan antes de preguntar. Up On Cripple Creek era, por contra, demasiado adelantada para su tiempo. Aquel órgano imaginaba los contoneos funk con medio lustro de antelación. Rockin' Chair parecía salido de las fuentes de la Harry Smith Anhology. Las voces dibujaban una cabaña de madera, las guitarras se abrazaban como una fraternidad después de una jornada en la mina o el bosque. Look Out Cleveland salía disparada como un misil para terminar estampándose en aquel mágico piano de Richard Manuel. No quedaba mucho más que decir después de aquello.

En el apartado lírico, Robbie Robertson, todavía con sus gafas y su pinta de bibliotecario, rubricaba sus mejores textos. Across The Great Divide difuminaba fronteras y vadeaba ríos y meandros. The Unfaithful Servant contaba la historia del exilio forzado, la historia de toda canción country: dejar la tierra para buscar un futuro. Su mezcla de nostalgia, compasión y heroísmo arañaba el alma. En otro apartado, casi como una ópera con entidad propia, quedaba The Night They Drove Old Dixie Down. Lección de historia americana, sangre en la lengua por una derrota que sigue sin cicatrizar del todo, verdad confederada más allá del sweet home alabama, himno para los que se empeñan en enterrar un pasado que permanece en la memoria colectiva. “And the south will rise again”.

Todo ello se mezcló de manera natural, sin colorantes ni artificios, en esa melting pot de armonías y guitarras aritméticas, órganos de capilla y second line, voces rajadas por el polvo del tiempo. Una anomalía de su tiempo que se plantó en aquel espectáculo de variedades bajo el rótulo de Woodstock -a pesar de no tener nada que ver con el verdadero Woodstock- y que, como en aquella mítica gira eléctrica con Dylan, se colocó de espaldas al público. Su sonido, ese sonido que nadie parecía querer escuchar por puritano, old-fashion, trasnochado, salía de aquella pequeña comunidad de cinco músicos. Una conspiración en toda regla contra el espíritu de la época de los freaks y los buscadores de oro. Un pequeño hilo que terminaría trazando la silueta de un nuevo género -la Americana- y reivindicaría una manera de hacer las cosas quimérica, sí, pero todavía posible. Hay esperanza porque todavía nos quedan las canciones de The Band.

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