Cuentan que cuando Nick Drake entró a grabar el que a la postre sería su último disco prefirió la soledad de su guitarra y su voz. Derrotado, consciente de que esta podía ser su última oportunidad de entrar en un estudio de grabación, registró las once canciones de Pink Moon en dos sesiones en sendos días. En la sala solo le acompañaba John Wood, ingeniero y uno de los pocos que todavía creían en el bardo. Ya conocen la historia: sus dos anteriores referencias, editadas también por el sello Island, habían sido un fracaso comercial. Ni siquiera los intentos de Joe Boyd por intentar dulcificar el sonido frágil y noctámbulo de Drake y su guitarra habían conseguido obrar el milagro. Arreglos de cuerda, sección rítmica y hasta un saxofón habían sido añadidos a las composiciones espartanas del inglés. Todos ellos preciosos, inmaculados, capaces de ablandar el corazón más robusto. Todos ellos olvidaban un pequeño detalle: la música de Drake, austera y sencilla, contenía un océano entero. Sus seis cuerdas eran suficientes para tejer un universo completo, provocar sentimientos inimaginables para músicos con cientos de orquestas a su merced.
Algo de este sentimiento espartano
parece filtrarse en Countless Branches, el último disco del veterano
Bill Fay. Para los que conozcan la historia del músico londinense
sabrán que, como Drake, editó un par de discos de escaso éxito en
la bisagra entre los años sesenta y setenta para después
desaparecer en el anonimato. De carácter modesto, ambos compartían
esa querencia por la austeridad del folk, esa capacidad para componer
canciones fabricadas con un material único, incandescentes en su
brillantez, bellas en su humildad. Pero hasta aquí llegan las
comparaciones. Mientras que el autor de Pink Moon terminaría
quitándose la vida, incapaz de lidiar con los quiebros de la vida
moderna, Fay se retiraría al norte de Londres a vivir una vida
plácida, alejada de los focos. De oficio jardinero, el músico seguiría
registrando canciones en la calidez de su casa, con la paciencia del
artesano, como si de un hábito difícil de abandonar se tratara.
Algunas terminarían saliendo a la luz a comienzos de siglo. Pero no
sería hasta 2012 cuando Fay editaría, con la ayuda del
productor Joshua Henry, un nuevo disco como tal.
Life Is People descubría a un
compositor único para toda una generación. Canciones como The
Healing Day o This World sonaban sanadoras. La continuación llegaba
tres años más tarde con Who Is The Sender?, un álbum que nos
mostraba al músico más barroco, con un tono más afectado, sí,
pero igual de honesto en su entrega. Editado a comienzos de año,
Countless Branches, la tercera referencia de Fay tras su
resurrección artística, nos devuelve al artista humilde y eterno.
Una colección que en su primera versión contenía multitudes,
baterías y grandes orquestas como aquellos dos primeros álbumes de
Nick Drake. Si quieren hacer la prueba escuchen ese segundo disco de
tomas alternativas, majestuoso, tejido con material celestial. Sin
embargo ese no era el cuadro que Fay quería pintar. Como si quisiera
emular al compositor de Pink Moon en esa última grabación a solas
con John Wood, el londinense prefirió regresar al punto de partida,
mostrar la materia prima de sus composiciones al desnudo. Así,
algunas de las grabaciones de Countless Branches contienen tan solo a
Fay y a su piano. In Human Hands y I Will Remain Here, por ejemplo.
Filled With Wonder Once Again y How Long How Long añaden el sonido
de la guitarra acústica a la paleta de brochazos. Countless Branches
incluye un chelo emotivo y sutil. En Love Will Remain la trompeta de
Noel Langley redondea una canción de mensaje sencillo, cargado de
esperanza. "Love... will... remain...". Tres palabras y la verdad.
Esas pequeñas pinceladas colorean un
lienzo modesto, lleno de esa sabiduría que solo la edad otorga. I
Will Remain Here es un monumento a la resilencia, un resumen de sus
enseñanzas en unos pocos versos: “I shall stay here, searching for
the hidden truth”. En Salt of The Earth un Fay especialmente
afectado en su interpretación carga contra el pecado de la soberbia.
Your Little Face por contra es pura fragilidad, elogio del género
humano a pesar de sus fallas y errores. “I don't know now, but
maybe one day I'll know, if time has a plan” canta en Time's Going
Somewhere. No encontrarán verdades incontestables en los textos del
londinense. Más bien un catálogo de dudas, quizás tres o cuatro
pilares modestos sobre los que construir una vida plena y humilde. El
amor, la familia, el paso del tiempo. Fay se afana en su oficio,
empleando esas manos de artesano, jardinero cuidando de sus plantas.
Humilde en su tarea, ejerce de pastor guiando al rebaño,
guardián entre el centeno velando que no caigamos por el acantilado
de la desidia. Su cancionero, de raíces sencillas y mundanas, cura
las heridas del día del día. Su mirada desgastada nos recuerda los
placeres de la madurez, el sabor de una vida que merece ser vivida. One life, one
life, is beyond any kind of fathoming.
hermoso
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