Siempre me cautivó aquella portada de
aires clásicos. La silla y la mesa ajadas soportando el gesto
sencillo del músico. Las cacerolas y los azulejos poniendo color a
sus pensamientos. Un Townes absorto, casi filosófico, nos invita a
detener todo lo que estemos haciendo en ese momento y tomarnos un
respiro. Su semblante estoico, estático, que parece filtrarse entre
los surcos de las canciones, lo inunda todo. Aquello parece una
invitación a deshacerse de todo lo accesorio y abrazar lo esencial.
Una verdad ineludible que el tejano era capaz de expresar con apenas
un par de acordes de guitarra.
El debut de Townes Van Zandt, con su
portada hogareña, siempre tuvo algo de espartano y austero. Su folk
vaquero, enraizado y profundo, adopta el tono grave de los clásicos
griegos, pero sin olvidar el espíritu polvoriento de sus compañeros
de juerga. Ya saben: Guy Clark, Rodney Crowell, Steve Earle y cientos
de forajidos le reverenciaron. Sin embargo, Van Zandt siempre fue por
libre. De alguna manera construyó su propia república de canciones.
Un fortín que le impidió disfrutar del reconocimiento general, al
menos en vida, convirtiéndolo en un compositor único y
desdichado.
Quizás por ello escuchar su música siempre tuvo algo de curativo. Como si el de
Texas fuera capaz de esconder esa biografía turbulenta bajo la
sencillez de unos versos cosidos con humildad. Pienso en el adiós soleado de
Fare Thee Well, Miss Carousel y en el consuelo y el abrazo de Don't you
take it too bad. Pienso en la asunción de lo inevitable de Lungs y Waitin'
'Round to die. Melodías, pequeñas dosis medicinales de una sabiduría que no encontrarán en los grandes tratados de filosofía
o en los tomos clásicos de metafísica. Lo de Townes siempre fue algo más
modesto. Las enseñanzas de un tipo que había vivido lo suficiente
como para saber que nada hay seguro en esta vida. Bueno, la
muerte. Eso y el poder de las canciones. Siempre nos quedarán ellas.
Por suerte.
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