27/3/20

Discos para una república invisible IV



Hay una fotografía del álbum de fotos de las McGarrigle que siempre guardo cerca, como si fuera parte de mi propia cuaderno familiar. En ella las hermanas posan como si acabaran de salir de la ducha. Kate completa un crucigrama en el periódico mientras Anne se atusa el pelo. La toalla de flores, los azulejos blancos y el lavabo de cerámica se cuelan en aquella estampa privada. Al pie una pequeña nota: “¡ten cuidado con esta foto!”. Como casi siempre, una pequeña sonrisa de complicidad asoma en sus labios. Una sorpresa que no es tal. Como si en el fondo supieran que aquella instantánea doméstica acabaría dando la vuelta al mundo, convertida en postal para que aquellos que quisieran asomarse a la vida de aquel clan de músicos y trapecistas de la canción.

Ya saben, los Wainwright siempre fueron maestros en el arte de compartir. Loudon, el patriarca del árbol genealógico, atesora una de las discografías más honestas y desnudas -en lo musical y en lo lírico- del folk americano. Sus dos hijos, Rufus y Martha, heredaron ese estilo crudo, siempre en primera persona. Anne y Kate, aquellas dos hermanas de Quebec que crecieron entre pianos y acordeones, escogieron sin embargo el calor del hogar a la soledad del confesionario.

Sus dos discos de mediados de los setenta reconfortan como una de esas viejas mantas de lana olvidadas en el altillo desde la última mudanza. Su estilo afrancesado, de cabaret de mesa camilla y tardes de brasero, tiene el olor del bizcocho y la canela, el tacto viejo del caserón de nuestros abuelos. Sus canciones son como aquellas viejas fotos color sepia que guardamos en una caja de zapatos. Cercanas, alegres, extrañas. Y es que ya lo decía Tolstoi: todas las familias felices se parecen unas a otras, pero ninguna se parece a la de las McGarrigle.

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