Hay una fotografía del álbum de fotos
de las McGarrigle que siempre guardo cerca, como si fuera parte de mi
propia cuaderno familiar. En ella las hermanas posan como si acabaran
de salir de la ducha. Kate completa un crucigrama en el periódico
mientras Anne se atusa el pelo. La toalla de flores, los azulejos
blancos y el lavabo de cerámica se cuelan en aquella estampa
privada. Al pie una pequeña nota: “¡ten cuidado con esta foto!”.
Como casi siempre, una pequeña sonrisa de complicidad asoma en sus
labios. Una sorpresa que no es tal. Como si en el fondo supieran que
aquella instantánea doméstica acabaría dando la vuelta al mundo,
convertida en postal para que aquellos que quisieran asomarse a la
vida de aquel clan de músicos y trapecistas de la canción.
Ya saben, los Wainwright siempre fueron
maestros en el arte de compartir. Loudon, el patriarca del árbol
genealógico, atesora una de las discografías más honestas y
desnudas -en lo musical y en lo lírico- del folk americano. Sus dos
hijos, Rufus y Martha, heredaron ese estilo crudo, siempre en primera
persona. Anne y Kate, aquellas dos hermanas de Quebec que crecieron
entre pianos y acordeones, escogieron sin embargo el calor del hogar
a la soledad del confesionario.
Sus dos discos de mediados de los
setenta reconfortan como una de esas viejas mantas de lana olvidadas
en el altillo desde la última mudanza. Su estilo afrancesado, de
cabaret de mesa camilla y tardes de brasero, tiene el olor del
bizcocho y la canela, el tacto viejo del caserón de nuestros
abuelos. Sus canciones son como aquellas viejas fotos color sepia que
guardamos en una caja de zapatos. Cercanas, alegres, extrañas. Y es que ya lo decía Tolstoi: todas las familias
felices se parecen unas a otras, pero ninguna se parece a la de las
McGarrigle.
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