No hay consuelo. Se fue Rafael Berrio y
algunos nos quedamos en silencio. Víctima de un cáncer, hasta en
eso fue a contracorriente. Mientras lloramos a los muertos por la
última pandemia global él se muere de la más vieja de todas, de
aquella que los periódicos omiten en sus titulares, de la que nadie
quiere hablar por miedo a tentar a la bicha. Y es que Berrio siempre
fue así.
Venerado por muchos de sus compañeros
de gremio, no sería hasta el otoño de su vida cuando empezaría a
recoger los frutos de una vida dedicada a la composición. Sin muchos
alardeos, eso sí. Su figura nunca pasó del boca a boca, del círculo
de enterados que intercambiaban sus discos como si se tratara de
material de contrabando. Quizás por ello le colocaron el sambenito
de poeta maldito. Él, no se sabe muy bien si por educación o por
humildad, se lo tomaba a sorna. Seguía con su idea de componer una
zarzuela de tocador o una canción sencilla, armada con apenas unas
pocas palabras sacadas de un libro de Pío Baroja o Ciorán.
Donostiarra de nacimiento, participó
de alguna manera en los vaivenes musicales que inundaron el panorama
vasco y nacional en las últimas décadas. Formado en la escuela
new-wave, nunca le hizo ascos a la belleza de una canción pop y
luminosa y compuso alguna que terminaría apareciendo en las listas
de éxitos, aunque nunca bajo su nombre. Él prefirió mantener esa
carrera guadianesca, siempre independiente, intermitente quizás,
pero brillante siempre que lograba dar frutos en forma de disco. La
paciencia siempre fue una de sus virtudes.
Al menos hasta que llegó a la madurez
y decidió pisar el acelerador. Con cuatro álbumes en la última
década, su nombre comenzó a aparecer en las listas de críticos del
mundillo. Curioso teniendo en cuenta Diarios y 1971, aquellos dos
discos de color sepia de comienzos de los dosmildiez, vestían
ropajes de chanson francesa y bohemia de diván. Demodé, que diría
el propio Berrio. Sin embargo había algo en las letras del vasco que
mantenían el nervio al que nos tenía acostumbrados. Canciones como
Santos Mártires Yonkis o La Alegría de Vivir se convertirían en
imprescindibles en sus esporádicos recitales en vivo.
Con Paradoja, editado en 2015, volvería
la formación guitarra-bajo-batería. Álbum eminentemente eléctrico,
su existencialismo de piel rockera le emparejaba con tipos como Lou
Reed. Vibrante en su disección de la naturaleza humana, fue elegido mejor disco nacional en alguna revista del ramo. Quizás por
ello para la continuación Berrio decidió bajarse del burro. Niño
Futuro, a la postre su último trabajo, endulzaba el envoltorio de
Paradoja. Al menos en lo melódico. Los textos del donostiarra
permanecían afilados, certeros en su brillantez.
Podríamos decir que con él se va una
especie en el panorama nacional. Aunque él nunca aspiró a tal cosa.
Practicó la figura del intelectual sin caer en lo relamido o lo
sabiondo. Su perfil basculaba entre el bonvivant amante de los
placeres más terrenales y la frugalidad del monje benedictino.
Parecía escoger cada una de sus palabras como si de ello dependiera
el mundo. Y al mismo tiempo siempre permaneció humilde, consciente
de que su profesión, la de compositor de textos y canciones, era
menor, quizás superflua para muchos. Sus canciones hacían del mundo
un lugar más habitable.
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