31/3/20

Rafael Berrio: adiós a la bohemia



No hay consuelo. Se fue Rafael Berrio y algunos nos quedamos en silencio. Víctima de un cáncer, hasta en eso fue a contracorriente. Mientras lloramos a los muertos por la última pandemia global él se muere de la más vieja de todas, de aquella que los periódicos omiten en sus titulares, de la que nadie quiere hablar por miedo a tentar a la bicha. Y es que Berrio siempre fue así.

Venerado por muchos de sus compañeros de gremio, no sería hasta el otoño de su vida cuando empezaría a recoger los frutos de una vida dedicada a la composición. Sin muchos alardeos, eso sí. Su figura nunca pasó del boca a boca, del círculo de enterados que intercambiaban sus discos como si se tratara de material de contrabando. Quizás por ello le colocaron el sambenito de poeta maldito. Él, no se sabe muy bien si por educación o por humildad, se lo tomaba a sorna. Seguía con su idea de componer una zarzuela de tocador o una canción sencilla, armada con apenas unas pocas palabras sacadas de un libro de Pío Baroja o Ciorán.

Donostiarra de nacimiento, participó de alguna manera en los vaivenes musicales que inundaron el panorama vasco y nacional en las últimas décadas. Formado en la escuela new-wave, nunca le hizo ascos a la belleza de una canción pop y luminosa y compuso alguna que terminaría apareciendo en las listas de éxitos, aunque nunca bajo su nombre. Él prefirió mantener esa carrera guadianesca, siempre independiente, intermitente quizás, pero brillante siempre que lograba dar frutos en forma de disco. La paciencia siempre fue una de sus virtudes.

Al menos hasta que llegó a la madurez y decidió pisar el acelerador. Con cuatro álbumes en la última década, su nombre comenzó a aparecer en las listas de críticos del mundillo. Curioso teniendo en cuenta Diarios y 1971, aquellos dos discos de color sepia de comienzos de los dosmildiez, vestían ropajes de chanson francesa y bohemia de diván. Demodé, que diría el propio Berrio. Sin embargo había algo en las letras del vasco que mantenían el nervio al que nos tenía acostumbrados. Canciones como Santos Mártires Yonkis o La Alegría de Vivir se convertirían en imprescindibles en sus esporádicos recitales en vivo.

Con Paradoja, editado en 2015, volvería la formación guitarra-bajo-batería. Álbum eminentemente eléctrico, su existencialismo de piel rockera le emparejaba con tipos como Lou Reed. Vibrante en su disección de la naturaleza humana, fue elegido mejor disco nacional en alguna revista del ramo. Quizás por ello para la continuación Berrio decidió bajarse del burro. Niño Futuro, a la postre su último trabajo, endulzaba el envoltorio de Paradoja. Al menos en lo melódico. Los textos del donostiarra permanecían afilados, certeros en su brillantez.

Podríamos decir que con él se va una especie en el panorama nacional. Aunque él nunca aspiró a tal cosa. Practicó la figura del intelectual sin caer en lo relamido o lo sabiondo. Su perfil basculaba entre el bonvivant amante de los placeres más terrenales y la frugalidad del monje benedictino. Parecía escoger cada una de sus palabras como si de ello dependiera el mundo. Y al mismo tiempo siempre permaneció humilde, consciente de que su profesión, la de compositor de textos y canciones, era menor, quizás superflua para muchos. Sus canciones hacían del mundo un lugar más habitable.

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