25/6/20

J. J. Cale está vivo


Hay un cierto tipo de arte que nunca tendrá cabida en los museos. Me refiero, por supuesto, al arte de robar. Al simple y llano hurto. A la mera desfachatez de coger algo prestado y nunca pensar en devolverlo. Ladrones, mangantes y pícaros siempre estuvieron proscritos en las galerías de arte. No así en las salas de conciertos, donde el mayor de los estafadores siempre ostenta el lugar de honor: el escenario. No conozco un escritor de canciones que no robe. Al menos no uno que me guste. El truco, claro, es no ocultarlo. Hacer que se note. 

Pensándolo bien, quizás por ello las canciones se han terminado convirtiendo en nuestros días en la mercancía más barata y extendida del mundo. Un contrabando que pasa de mano en mano sin que nadie pueda hacer nada para pararlo. Los más viejos del lugar lo recordarán: el término bootleg, generalmente asociado al universo musical, tiene su origen en el negocio ilegal de bebidas espirituosas. Una metáfora que bien podría encajar en la acepción artística del vocablo. Los bootlegs o discos piratas, generalmente de inferior calidad en lo que a sonido se refiere, eminentemente caseros, tienen el sabor fuerte del licor destilado de manera artesanal. Un trago que raspa a su paso por la garganta, cargado de júbilo, hecho para compartir de manera secreta en aquellos rincones en los que la autoridad mira hacia otro lado. No hay condena donde no hay ley, que diría el juez. 

Eso debía pensar también Scott Hirsch cuando vio a aquel tipo grabando el concierto de la banda desde la parte de atrás del Colony de Tulsa. Puede que fuera la euforia de la noche de San Patricio o simplemente el hecho de encontrarse en la misma ciudad que había visto crecer a J. J. Cale, santo y seña en el sonido de Hirsch y de otro millar de músicos. Pero, nada más bajarse del escenario, el californiano salió disparado hacia el fondo de la sala en busca de aquel “mago con pintas de Leon Russell”. Demasiado tarde. Como buen mangante, el ladrón de canciones se había esfumado sin dejar huellas. 

Siempre nos quedará el recuerdo, concluyó Hirsch. La visita a la tumba de Gene Clark unos días antes durante aquella gira primaveral por el medio oeste norteamericano. Las anécdotas en Chicago y Columbia. La llegada a Tulsa, corazón del estado de Oklahoma, cuna de un buen pedazo de lo bueno que nos ha dado la música americana. El mencionado J. J. Cale, el propio Leon Russell, el blues y el polvo, el sonido de aquel porche trasero en el que decenas de músicos se habían sentado antes. Si alguien puede reclamar derechos de autor en la historia del sonido yankee ese es Cale. Si alguien puede acusar de estafadores a cientos de músicos es él. 

Un esfuerzo que, por supuesto, sería completamente en vano. Los que le conocieron cuentan que él siempre prefirió que su música perdurase en otros. En tipos sin demasiado nombre pero con clase para derrochar. Tipos como Hirsch. Músicos capaces de escribir canciones de apariencia sencilla y ejecución exquisita como Blue Rider o The Sun Comes Up a Purple Diamond. Tonadas tan arrebatadoras como Ice People, puro soul y sentimiento sureño. Todas ellas incluidas por suerte en el repertorio de aquella noche de San Patricio de 2018 en el Colony y que durante estos días de verano afloran por fin a la superficie. Porque sí, Hirsch encontró a su contrabandista. O más bien él le encontró a él. Pero esa es otra historia. 

Hoy, recostados en el aroma de los primeros días de la temporada estival, encandilados por el espíritu de la música de Hirsch, nos quedamos con las palabras del propio autor en la nota de presentación de este Live at Colony
“Today, I am lifted by this moment captured. Sure, the band was loose and the Wizard’s recording machine is a bit muddled, but there’s a certain spirit stored in the magnetic particles of this tape that feels real good to me right now. I hope you can feel it too.”
Que el espíritu de J. J. Cale esté contigo, Scott.

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