31/7/20

Las flores marchitas de Courtney Marie Andrews

Si uno escribe principalmente de lo que conoce, de lo que ha vivido, podríamos decir que a sus 29 años Courtney Marie Andrews lo ha vivido casi todo. Dueña de una voz portentosa, heredera de la mejor escuela country-folk de Joni Mitchell y Emmylou Harris, la cantante de Arizona atesora un cancionero en el que se cruzan historias de juventud con intentos por encontrar sentido a una madurez que nunca termina de llegar. Melodías en su mayoría conjugadas en primera persona, firmadas por alguien que lleva media vida en esto de escribir canciones, pero que hasta hace bien poco negaba la primera regla del oficio: no hay composición más honesta que la que nace de la propia experiencia.

Aquello cambiaría en 2016. Recuerdo sumergirme en Honest Life e identificarme plenamente con esos cuentos de inocencia perdida y caminos de ida y vuelta. Una colección de baladas de aroma honky-tonk en la que Andrews se reivindicaba como una compositora de largo recorrido, curtida en el asfalto, pero lo suficientemente novata como para carecer de ese verbo cínico y afilado al que la edad condena. Nada que objetar. Puede que en Honest Life la cantante sonara dulce y entregada, sin embargo Andrews estaba lejos de ser una recién llegada a la ciudad del éxito. Además de dos discos bajo su propia firma en los que la compositora recogía la tradición del folk sureño, poniendo especial acento de la vena más gótica del género; la de Arizona ya había girado junto a Damien Jurado y Jimmie Eat World, cumpliendo con el currículum que todo artista que se precie debe completar para graduarse en la profesión: la carretera.

No obstante aquel tercer trabajo de portada humilde y honesta resultaba un punto y aparte en la carrera de la norteamericana. No solo porque conseguiría que algunos -entre los que me incluyo- comenzáramos a fijarnos en aquella cantante de apariencia juvenil y horizonte infinito. También porque servía para que la propia Andrews rompiera el velo y se mostrara a pecho descubierto. Atrás quedaban aquellas portadas en semi-penumbra, intentos vacuos de esconderse bajo historias ajenas y canciones en tercera persona. Honest Life, como su título indica, era un disco sincero, autobiográfico, sin trampa ni cartón, y al mismo tiempo conectaba con todo aquel que, como algunos de nosotros, buscábamos una brújula en aquellas aguas turbulentas que separan la juventud de la la madurez. Puede que a sus veintiséis Courtney Marie Andrews guardara ya en su baúl un buen puñado de experiencias, pero, ay, seguía teniendo los mismos veintiséis que todos tuvimos a su edad. Por suerte.

El triunfo de aquel disco de trazo generacional no se hizo esperar y pronto la de Phoenix se convertiría en habitual en el circuito de raíz americana, siendo especialmente cálido su recibimiento en las Islas Británicas. De aquella victoria nacería May Your Kindness Remain, un álbum de sonido redondo, en el que la compositora abraza el country dorado de Linda Ronstadt. También las esencias más gospel del cancionero norteamericano, el júbilo y la comunión de una Andrews en éxtasis con la ayuda de una banda perfectamente engrasada. Los conciertos de aquella gira se cuentan por vueltas de honor, la sonrisa infecciosa de una artista que tras muchos años intentándolo había roto el cristal del anonimato. De nuevo Andrews echaba mano de anécdotas personales para convertirlas en textos que aludían a sentimientos universales. Verdades que en este caso hablaban de amor correspondido y felicidad en común.

Sin embargo, si algo significa aquella pomposa expresión que algunos denominan 'hacerse mayor' es darse cuenta precisamente de que, por mucho que nos empeñemos, todo tiene una fecha de caducidad. También el amor que, como las flores, siempre acaban marchitándose. Y cuando digo marchitándose quiero decir cambiando, muriendo poco a poco, renovándose, esperando a renacer a tiempo para la próxima primavera o simplemente secándose para ya nunca volver a brotar. “No puedes regar las flores marchitas” canta Courtney Marie Andrews en la canción que da título a su último trabajo. Un disco en el que la compositora pone música su propia ruptura amorosa tras nueve años de vida compartida. Ya lo decíamos: a sus veintinueve años la norteamericana parecía haberlo vivido casi todo. Casi.


Desde los acordes arrastrados de Burlap String hasta las notas distantes que se pierden al final de Ships in the Night, Courtney Marie Andrews recoge en diez canciones el testimonio de ese año vivido “sola pero nunca a solas”, libre y sin ataduras, en busca de algo a lo que agarrarse. De nuevo nos encontramos con esa compositora de trazo autobiográfico y frágil, con esa cantante sin miedo a mostrarse vulnerable que aparecía en Honest Life. El tono, sin embargo, se arroja más solemne que en anteriores ocasiones. Burlap String, por ejemplo, abre el artefacto con ese sonido de batería apagada salpicado por las notas salidas de una pedal-steel. El conjunto resulta árido y al mismo tiempo extrañamente acogedor. Suenan ecos del Neil Young de Harvest, de un country-rock agridulce y ceremonial. El poso que deja sin embargo es de pura nostalgia por lo perdido. “Hay días que quiero lo que teníamos / Hay días que me cuento una mentira / Me he hecho cuidadosa, me he hecho escéptica para el amor / No quiero perder lo que pudiera encontrar”.

Es ese equilibrio imposible entre el pasado imposible de traer de vuelta y el futuro prometedor, pero incierto, el que sujeta buena parte del apartado lírico del disco. En Guilty, como su propio título indica, hay culpabilidad pero también proposición de enmienda. Incluso cuando Andrews reconoce los sinsabores del romance hay dulzura en su voz. “El amor es doloroso pero estoy agradecida por el tiempo que compartimos” recita la cantante sobre las notas de un piano de cola. If I Told en cambio recurre a las seis cuerdas en una de las pocas canciones del lote en las que la compositora se ayuda de la acústica. La voz de Andrews permanece al frente mientras su voz pinta aquella escena de juventud, ese primer momento de efervescencia amorosa cargado de dudas y castillos en al aire. “Siento que te conozco desde antes de que estuviésemos vivos / Espero que siempre te vea de esta manera / Me pregunto si tu te sientes de la misma forma / Pero cuando tus ojos me miran / sé que la verdad está en tu respuesta”.

Con Together Or Alone llegamos al corazón del disco. La de Arizona desnuda el conjunto hasta dejarlo reducido a una balada digna de la mejor Carole King. De nuevo hay recuerdos de aquella primera vez, pasado convertido en leyenda, pero también trazos de un presente que solo arroja signos de interrogación. “¿En otro vida me hubieras escogido otra vez?” pregunta Andrews. “¿Habría elegido quedarme hasta el final?” añade ingenua aunque segura del desenlace. En su voz, apenas un hilo de esperanza. Ni siquiera eso. Toca enfrentarse a la cruda realidad. Y no la hay más cruda que la que dibuja Carnival Dream. Cada vez que la cantante repite una y otra vez aquella pregunta -”¿dejaré que el amor entre de nuevo?”- uno no puede evitar traer a la memoria al primer Bon Iver, a aquella soledad auto-impuesta de cabaña y chimenea. Andrews se lame las heridas mientras los ecos de la batería caen como la fría lluvia. “Puede que ya nunca vuelva a ser la misma” confiesa antes de bajar los brazos.

Por suerte después de la tormenta siempre llega la calma. “Ya no te veo de esa manera / Vete a casa, puedo dormir sola / Estoy sola ahora pero no me siento a solas” canta Andrews en Old Flowers, abriendo con paso firme la segunda cara del elepé. Por primera vez la compositora abandona el retrovisor, disipando cualquier tipo de remordimiento. Como anuncia en la hipnótica Break The Spell, el hechizo se ha roto. “Ya no puedes hacerme daño de esa manera / No como lo hacías antes / Aunque hayas cambiado / No puedes tratarme como si fuera tuya”, completa la norteamericana, calzándose por fin las botas de vaquera y sacando a relucir las espuelas. Las tornas han cambiado y una Andrews renacida se sacude cualquier señal de arrepentimiento. It Must Be Someone Else's Fault, con su melodía luminosa, suena a nuevo amanecer y a reconocimiento de que, pase lo que pase, las cosas irán a mejor. ¿Puede ser este uno de los discos de ruptura más optimistas de la historia del pop?

Tal vez para llevarnos la contraria, o simplemente para recordarnos por qué Andrews es una de las mejores compositoras de su generación, la de Arizona deja para el desenlace la dolorosa y monumental How You Get Hurt. Sencilla en sus cimientos, la canción demuestra que Andrews siempre acierta en los garabatos simples y las canciones de apariencia menor, en aquellos momentos en los que no necesita probar que es una cantante tocada por los cielos. Lo es, lo sabemos y con eso basta. Ships In The Night, con sus arreglos mínimos, bien puede servir de prueba. Con su forma de postal cantada, cargada de esperanza, es ella la encargada de poner punto y final a un álbum corajudo y sentido, personal y al mismo tiempo cargado de ese espíritu de comunión y compañía siempre presente en el cancionero de Andrews.

Old Flowers es un disco de curación y madurez. Un relato de alguien que lo vivió y se atrevió a contarlo. Sin paños calientes: el amor a veces duele. Especialmente cuando se acaba. Pero como todo lo bueno en esta vida deja el poso de los días de vino y rosas, de una felicidad pretérita pero real, de las dudas que siempre acompañan a cada giro y de las alegrías que algún día volverán. No hay una pizca de remordimiento en las palabras de Andrews. Tampoco un ajuste de cuentas con lo que fue y ya nunca será. Más bien el relato honesto de una fábula mil veces cantada, pero no por ello menos personal. Como diría Tolstoi, todas las historias de amor felices se parecen unas a otras, pero cada ruptura lo es a su manera. Y esta lleva la firma de Courtney Marie Andrews.


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