Hay tantas maneras de escribir una
canción como canciones hay en este mundo. John Prine cuenta que le
gustaba hojear viejos periódicos en busca de personajes con las que
retratar esa América de color sepia y verbo costumbrista. Jason
Molina siempre echaba mano de un diccionario -"uno
de los años cincuenta porque tiene todo lo que necesitas y es
anterior a cuando comenzaron a estropear muchas de las cosas
importantes”- cuando quería componer.
Mark E. Smith, el desaparecido líder de los ingleses The Fall,
siempre supo mezclar violencia y sinsentido en aquellas historias de
pub sin glamour. Escuchando sus canciones uno se le imagina apoyado sobre la barra, con un cigarro en la mano, apuntando frases sardónicas en su cuaderno. Guinness y la corte del Rey Lear.
Tragaperras y los baños del Buckingham Palace. Dos ideas
contrapuestas y la bomba atómica. No hay mejor manera de echar a
correr la imaginación.
Algo parecido debió pensar Michael
Stipe cuando decidió bautizar una de sus canciones con el título de
Texarkana. Ciudad fronteriza por antonomasia, Texarcana pone nombre a
ese espacio en el que las llanuras de Arkansas se funden con el
estado de Texas. Un horizonte que se parte en dos: montañas a un
lado, carreteras polvorientas al otro. Un lugar a mitad de camino en
el que los mapas pasan de página. Las coordenadas perfectas para
comenzar una canción. Tanto es así que, a pesar de que la toma
definitiva del tema de R.E.M. no contiene ninguna referencia a la
ciudad de Arkansas, los de Athens decidieron mantener el título
original. Nunca eches a perder una buena licencia poética debieron pensar.
Lo cierto es que para comienzos de los
noventa los miembros de R.E.M. ya se habían acostumbrado a que su
cantante intentara encajar sus rompecabezas líricos en las
canciones de la banda. El propio Stipe asegura que muchas de las
letras de su álbum de debut fueron compuestas juntando frases y
fragmentos tomados de aquí y allá. Nada que encajara bien del todo,
piezas amontonadas puestas una detrás de otra hasta conseguir
construir una imagen más o menos nítida. Lo que carecía de unidad
narrativa lo suplía con altas dosis de enfoque cinematográfico. Con
el tiempo las letras de Stipe se convertirían en pequeños
cortometrajes, versos que tomaban forma de fotogramas al servicio de
ese sonido melancólico y vibrante de la banda. Cuanto menos decía,
más sugería.
Aquella forma de componer tendría su
máximo expresión en Nightswimming, la penúltima canción de
Automatic for the People. Dos palabras -night/swim- y ya tenemos un
cuando y un donde. Un paisaje nocturno, sobrio, acentuado por
aquellas notas solitarias de piano. La luna, un cuerpo desnudo y el
reflejo de aquella fotografía del pasado dibujan el resto de la
escena. Es esta una naturaleza casi muerta, un fotograma sin acción.
Una instantánea que se uniría al resto de canciones que harían de
aquel disco de 1992 uno de los más aplaudidos de la banda de
Georgia. El country gótico de Monty Got A Raw Deal, el desmelene pop
de The Sidewinder Sleeps Tonite, la perfección melódica de Drive.
Sin olvidar clásicos como Everybody Hurts o Man on the Moon, incrustados en el imaginario colectivo. Si todas las películas
fueran como esta, nunca saldríamos del cine.
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