23/4/20

Discos para una república invisible XIX



Hay tantas maneras de escribir una canción como canciones hay en este mundo. John Prine cuenta que le gustaba hojear viejos periódicos en busca de personajes con las que retratar esa América de color sepia y verbo costumbrista. Jason Molina siempre echaba mano de un diccionario -"uno de los años cincuenta porque tiene todo lo que necesitas y es anterior a cuando comenzaron a estropear muchas de las cosas importantes”- cuando quería componer. Mark E. Smith, el desaparecido líder de los ingleses The Fall, siempre supo mezclar violencia y sinsentido en aquellas historias de pub sin glamour. Escuchando sus canciones uno se le imagina apoyado sobre la barra, con un cigarro en la mano, apuntando frases sardónicas en su cuaderno. Guinness y la corte del Rey Lear. Tragaperras y los baños del Buckingham Palace. Dos ideas contrapuestas y la bomba atómica. No hay mejor manera de echar a correr la imaginación.

Algo parecido debió pensar Michael Stipe cuando decidió bautizar una de sus canciones con el título de Texarkana. Ciudad fronteriza por antonomasia, Texarcana pone nombre a ese espacio en el que las llanuras de Arkansas se funden con el estado de Texas. Un horizonte que se parte en dos: montañas a un lado, carreteras polvorientas al otro. Un lugar a mitad de camino en el que los mapas pasan de página. Las coordenadas perfectas para comenzar una canción. Tanto es así que, a pesar de que la toma definitiva del tema de R.E.M. no contiene ninguna referencia a la ciudad de Arkansas, los de Athens decidieron mantener el título original. Nunca eches a perder una buena licencia poética debieron pensar.

Lo cierto es que para comienzos de los noventa los miembros de R.E.M. ya se habían acostumbrado a que su cantante intentara encajar sus rompecabezas líricos en las canciones de la banda. El propio Stipe asegura que muchas de las letras de su álbum de debut fueron compuestas juntando frases y fragmentos tomados de aquí y allá. Nada que encajara bien del todo, piezas amontonadas puestas una detrás de otra hasta conseguir construir una imagen más o menos nítida. Lo que carecía de unidad narrativa lo suplía con altas dosis de enfoque cinematográfico. Con el tiempo las letras de Stipe se convertirían en pequeños cortometrajes, versos que tomaban forma de fotogramas al servicio de ese sonido melancólico y vibrante de la banda. Cuanto menos decía, más sugería.

Aquella forma de componer tendría su máximo expresión en Nightswimming, la penúltima canción de Automatic for the People. Dos palabras -night/swim- y ya tenemos un cuando y un donde. Un paisaje nocturno, sobrio, acentuado por aquellas notas solitarias de piano. La luna, un cuerpo desnudo y el reflejo de aquella fotografía del pasado dibujan el resto de la escena. Es esta una naturaleza casi muerta, un fotograma sin acción. Una instantánea que se uniría al resto de canciones que harían de aquel disco de 1992 uno de los más aplaudidos de la banda de Georgia. El country gótico de Monty Got A Raw Deal, el desmelene pop de The Sidewinder Sleeps Tonite, la perfección melódica de Drive. Sin olvidar clásicos como Everybody Hurts o Man on the Moon, incrustados en el imaginario colectivo. Si todas las películas fueran como esta, nunca saldríamos del cine.

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