Ahora que las calles están vacías y
los pubs han bajado la persiana hasta nueva orden, conviene acordarse
de esos días en los que una pinta de ale y el calor de la buena
compañía eran excusa suficiente para lanzarnos al asfalto. Londres,
convertida hoy en ciudad fantasma, siempre guardó un rincón para
nosotros. Un lugar más allá del bullicio y los bares de cerveza
artesana y decoración minimalista.
Casi siempre al sur del río, nos refugiábamos en los pubs de moqueta raída y máquina tragaperras. Allí, en esa parte del callejero por la que las noticias parecen pasar de largo, todavía virgen al torrente de tendencias de quitaypón, la parroquia se arremolinaba a ver el partido del equipo local o a recrear tiempos pretéritos. Allí nos apretábamos unos pocos, codo con codo, eufóricos, celebrando hasta que suene la campana de despedida. Bebiendo, cantando, lamentando los lugares que solíamos frecuentar y que hoy lucen el cartel de 'se vende'. No es nostalgia, aunque se le parezca mucho. Más bien el necesario ajuste de cuentas con el pasado. Un inventario de fracasos que hace tiempo que asumimos.
Casi siempre al sur del río, nos refugiábamos en los pubs de moqueta raída y máquina tragaperras. Allí, en esa parte del callejero por la que las noticias parecen pasar de largo, todavía virgen al torrente de tendencias de quitaypón, la parroquia se arremolinaba a ver el partido del equipo local o a recrear tiempos pretéritos. Allí nos apretábamos unos pocos, codo con codo, eufóricos, celebrando hasta que suene la campana de despedida. Bebiendo, cantando, lamentando los lugares que solíamos frecuentar y que hoy lucen el cartel de 'se vende'. No es nostalgia, aunque se le parezca mucho. Más bien el necesario ajuste de cuentas con el pasado. Un inventario de fracasos que hace tiempo que asumimos.
Hubo un tiempo en el que Richard Hawley
había asumido su fracaso. Convertido en el músico de esa Inglaterra
anclada en el pie&mash y las cafeterías de azulejo con solera,
sus primeros discos lucían portada a la contra. Su debut en
solitario de 2001 frecuentaba esa parte de la ciudad en la que las
casas de apuestas y las canciones de karaoke desgastadas parecen ser
el único entretenimiento posible. Late Night Final, la continuación,
subía la apuesta con aquella instantánea de clara referencia al
imaginario de otro romántico de los bajos fondos. Al igual que
Hawley, el Tom Waits de los setenta había fantaseado con esa América de dinners y
billares. Una estampa de perdedores que, en el caso del británico,
tenía mucho de hiperrealismo.
Los personajes de Hawley, solitarios,
vagan por esa parte de la ciudad de la que nadie parece acordarse.
Nunca miran a cámara. Frecuentan los cafés con olor a beans
recalentadas y té de marca de supermercado olvidados por las
guías turísticas. Cuentan el cambio al salir de la tienda. Todavía
tienen tiempo para entrar en el local de la esquina y apostar por la
carrera de caballos de los cinco, aún sabiendo que nunca ganarán.
No importa. Hace tiempo que asumimos que esa Inglaterra más allá
del horario de nueve a cinco tiene los días contados.
Todo se resume en aquella frase que Alex Turner, el imberbe líder de los Arctic Monkeys, pronunció en los Mercury Prize al recibir el premio a mejor disco británico del año al que nuestro protagonista optaba por Coles Corner. “Que alguien llame al 999, han robado a Richard Hawley”. Aquella noche nos robaron a todos.
Todo se resume en aquella frase que Alex Turner, el imberbe líder de los Arctic Monkeys, pronunció en los Mercury Prize al recibir el premio a mejor disco británico del año al que nuestro protagonista optaba por Coles Corner. “Que alguien llame al 999, han robado a Richard Hawley”. Aquella noche nos robaron a todos.
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