Aprovecho estos días para ver los recientes documentales dedicados a John Coltrane y Miles Davis.
Chasing Trane y Birth of the Cool dan lo que prometen. Una
introducción más o menos acertada a la vida y obra de estos dos
totems del jazz. Imposible concentrar semejante talento en apenas dos
horas. Podríamos estar días discutiendo sobre ausencias y vacíos
en el relato de ambos documentales. Incluso sobre la calidad del
producto cinematográfico en sí. No se trata de eso. Al menos para
un neófito del género como yo. Me interesa más centrarme en otros
aspectos del guión. Como por ejemplo ver cómo ambas cintas retratan
al músico de jazz.
La cosa funciona tal que así:
atormentado, atravesado por la adicción, el duende del jazzman casi
siempre procede del dolor, cuando no simplemente de la muerte de un
ser querido. Imposible sustraerse a esta sencilla ecuación en la que
las mejores obras siempre nacen fruto de la tensión y la pérdida.
No niego que sea el caso cuando hablamos de Coltrane y Davis, dos
músicos que lidiaron con la adicción y cuya personalidad de hierro
les brindó más de un encontronazo con el establishment. Pero
conviene asomarse más allá del tópico.
El jazz, ese océano musical
inabarcable, es algo más que jaco e intérpretes al borde del
abismo. Por cada Charlie Parker -otro de los que sumaron genialidad y
adicción- hubo un Dizzy Gillespie; por cada Billie Holiday, un Duke
Ellington. Es nombrar a este último y dibujar inmediatamente su
sonrisa infecciosa. Recuerdo aquellos días en el que un amigo y yo
pasábamos horas escuchando sus discos mientras discutíamos sobre si
su groove pegajoso era mejor que el esnobismo de tiralíneas de
Thelonious Monk, otro de los grandes del piano jazz. Lo reconozco:
éramos unos ignorantes. El tiempo, eso que lo atempera todo, hizo
que aprendiéramos a quererlos por igual. Aunque, claro, algo de esa
elección inicial siempre se me quedó marcada. El duque es el duque.
Recuerdo con cariño algunos de sus
discos de comienzos de los sesenta. Esos en los que el pianista, convertido ya en
una leyenda de la música norteamericana, decidió abandonar el calor
de las grandes orquestas y entrar al estudio con aquella nueva
generación de jazzmen que había puesto al género patas arriba.
Money Jungle, su álbum de 1962, funcionaba en ambas direcciones. Por
un lado demostraba que Ellington era un músico que iba más allá
del songbook, capaz de improvisar y romper las reglas del juego. Por
otro, servía de acicate para Max Roach y Charlie Mingus, dos
intérpretes que habían estado en primera línea de la revolución
musical de los cincuenta, pero que al mismo tiempo eran capaces de
swingear a las órdenes de un maestro de ceremonias como Ellington.
Diez días más tarde el neoyorquino
repetiría jugada, esta vez con John Coltrane como invitado. El
álbum, titulado simplemente como Duke Ellington & John Coltrane,
luce entre lo mejor de su producción, no tanto por la evidente
conjunción de talento en un mismo estudio grabación, como por la
humildad en el resultado final. Ellington y Coltrane, lejos de
exhibir virtuosismo, prefieren rendirse al encanto sencillo de la
interpretación. Con un repertorio de estándares y nuevo material
del duque, es la nueva promesa del saxofón, renacido tras romper con
la adicción y con un nuevo cuarteto que le llevaría a grabar su
material más espiritual y jondo, el encargado de poner el
contrapunto perfecto a la maestría de Ellington al piano. Hay buenos
discos de jazz, pero ninguno mejor que este Duke Ellington & John
Coltrane.
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