17/4/20

Discos para una república invisible XVI



Aprovecho estos días para ver los recientes documentales dedicados a John Coltrane y Miles Davis. Chasing Trane y Birth of the Cool dan lo que prometen. Una introducción más o menos acertada a la vida y obra de estos dos totems del jazz. Imposible concentrar semejante talento en apenas dos horas. Podríamos estar días discutiendo sobre ausencias y vacíos en el relato de ambos documentales. Incluso sobre la calidad del producto cinematográfico en sí. No se trata de eso. Al menos para un neófito del género como yo. Me interesa más centrarme en otros aspectos del guión. Como por ejemplo ver cómo ambas cintas retratan al músico de jazz.

La cosa funciona tal que así: atormentado, atravesado por la adicción, el duende del jazzman casi siempre procede del dolor, cuando no simplemente de la muerte de un ser querido. Imposible sustraerse a esta sencilla ecuación en la que las mejores obras siempre nacen fruto de la tensión y la pérdida. No niego que sea el caso cuando hablamos de Coltrane y Davis, dos músicos que lidiaron con la adicción y cuya personalidad de hierro les brindó más de un encontronazo con el establishment. Pero conviene asomarse más allá del tópico.

El jazz, ese océano musical inabarcable, es algo más que jaco e intérpretes al borde del abismo. Por cada Charlie Parker -otro de los que sumaron genialidad y adicción- hubo un Dizzy Gillespie; por cada Billie Holiday, un Duke Ellington. Es nombrar a este último y dibujar inmediatamente su sonrisa infecciosa. Recuerdo aquellos días en el que un amigo y yo pasábamos horas escuchando sus discos mientras discutíamos sobre si su groove pegajoso era mejor que el esnobismo de tiralíneas de Thelonious Monk, otro de los grandes del piano jazz. Lo reconozco: éramos unos ignorantes. El tiempo, eso que lo atempera todo, hizo que aprendiéramos a quererlos por igual. Aunque, claro, algo de esa elección inicial siempre se me quedó marcada. El duque es el duque.

Recuerdo con cariño algunos de sus discos de comienzos de los sesenta. Esos en los que el pianista, convertido ya en una leyenda de la música norteamericana, decidió abandonar el calor de las grandes orquestas y entrar al estudio con aquella nueva generación de jazzmen que había puesto al género patas arriba. Money Jungle, su álbum de 1962, funcionaba en ambas direcciones. Por un lado demostraba que Ellington era un músico que iba más allá del songbook, capaz de improvisar y romper las reglas del juego. Por otro, servía de acicate para Max Roach y Charlie Mingus, dos intérpretes que habían estado en primera línea de la revolución musical de los cincuenta, pero que al mismo tiempo eran capaces de swingear a las órdenes de un maestro de ceremonias como Ellington.

Diez días más tarde el neoyorquino repetiría jugada, esta vez con John Coltrane como invitado. El álbum, titulado simplemente como Duke Ellington & John Coltrane, luce entre lo mejor de su producción, no tanto por la evidente conjunción de talento en un mismo estudio grabación, como por la humildad en el resultado final. Ellington y Coltrane, lejos de exhibir virtuosismo, prefieren rendirse al encanto sencillo de la interpretación. Con un repertorio de estándares y nuevo material del duque, es la nueva promesa del saxofón, renacido tras romper con la adicción y con un nuevo cuarteto que le llevaría a grabar su material más espiritual y jondo, el encargado de poner el contrapunto perfecto a la maestría de Ellington al piano. Hay buenos discos de jazz, pero ninguno mejor que este Duke Ellington & John Coltrane.

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