Mucho se ha hablado de qué hubiera
pasado si el avión que transportaba a Otis Redding y su banda no se
hubiese estrellado en el lago Monona aquel 9 de Diciembre de 1967.
Por lo pronto, claro, que no hubiéramos perdido a una de las mejores
voces -si no la mejor- de la historia de la música popular sin
adjetivos. Un tipo que en apenas tres años había puesto patas
arriba el género negro y que, en el momento de su muerte, parecía
listo para realizar su enésima pirueta.
Publicado apenas un par de meses
después del fatídico accidente, The Dock of the Bay intuía el giro
aunque dejaba sin resolver el interrogante. Si la canción
titular mostraba al Redding más enraizado, The Glory of Love
sustituía el habitual ritmo desbocado de Otis y los Mar-Keys por un
medio tiempo en el que la voz del de Macon suplica sin llorar,
implora sin necesidad de elevar el tono. Open the door, por contra,
avisa de que, de no haber sido por la tragedia, Redding podría haberse
adelantado un par de años al Marvin Gaye de What's Going On.
Tampoco es descartable que los
contoneos de la estrella de Stax terminaran seduciendo su lado más
funk y bailable. O que, por contra, el artista hubiera seguido esa
línea más folk y confesional de (Sittin' on) the Dock of The Bay.
Love Man y Tell the Truth, los otros dos discos póstumos del
soulman, tampoco cierran la cuestión. Producidos por el guitarrista
Steve Crooper, las grabaciones incluidas en ambas colecciones son
puro oro. Pero, claro, desconocemos si el propio autor del asunto
hubiera decidido publicarlas de semejante guisa de haber tenido la
última palabra.
Puestos a especular siempre preferí
imaginar qué hubiera sido de Redding si, en un alarde de inquietud,
hubiese decidido recorrer las doscientas millas que separan Memphis
de Nashville. Lo cierto es que, para finales de los sesenta, la
ciudad de Tennesse ya se había acostumbrado a que forasteros y
extraños emplearan los servicios de su factoría musical después de
que Dylan -pionero en esto como en tantas otras cosas- decidiera
trasladar allí las sesiones de grabación del colosal Blonde on
Blonde. Otis, Booker T. & The M.G.'s y los estudios de Stax de
Memphis eran sinónimo de sudor y festín sureño. Pero ver a Big O
entonar su cancionero en los célebres RCA Studios, con su aroma a
madera y barniz, hubiese sido un gustazo.
No es que el de Macon hubiese tenido
muchos problemas para encajar en el ambiente campestre de Nashville.
Retratado como el colmo de lo hip, elegante a rabiar, con su estilo
perfectamente pulido, Redding se convertiría a mediados de los
sesenta en el símbolo de esa nueva generación de músicos negros
capaces de traspasar fronteras raciales y atraer a público situado a
ambos lados de la valla. Son muchos los que citan su participación
en el célebre festival de Monterey como uno de esos momentos clave
en los que la música negra logró ser algo más que simple eso.
Incluso conviene mencionar que unos meses antes el soulman había
llenado durante tres noches seguidas el teatro Fillmore de San
Franscisco con unos todavía seminales Grateful Dead como
teloneros. Ver para creer.
Lo que pocos recuerdan, sin embargo, es
que si Otis Redding era capaz de encajar en cualquier cartel era
precisamente porque, bajo esa fachada impetuosa y esa música cargada
de zarpazos soul, se escondía un tipo modesto y sencillo, de verbo
folk. Un músico que a las primeras de cambio decidió comprarse un
rancho con sus caballos, sus gallinas y su huerto. Un refugio
sencillo y familiar con el que recordar que, a pesar de que su imagen
parecía haberse convertido en omnipresente en las portadas de
tendencias, él seguía teniendo los pies en la tierra.
Así, no es de extrañar que su
cancionero estuviese trufado de anhelos caseros, amores que no son
más que excusas para regresar al hogar que todo lo cura y suaviza.
Let Me Come on Home, Down in the Valley, el Bring It On Home to Me de
Sam Cooke. Puestos a echar mano de canciones que esconden la morriña
bajo una capa de romanticismo, Otis podría perfectamente haber
incluido una versión del Just Like a Woman de Dylan dentro de aquel
hipotético 'Nashville sound' álbum. Una idea no muy descabellada
teniendo en cuenta que el propio productor del soulman llegaría a
presentarle la idea en alguna ocasión. ¿El clásico del minesotarra
en la voz de Big O? Demasiado bueno para ser verdad.
Aquella historia de amor dulce como la
miel y fría como la lluvia, aquel vals cargado de estrofas sin
esperanza y un estribillo que nos recuerda que hubo un tiempo en el
que fuimos ingenuos y besábamos con la punta de los labios, aquella
armónica arrastrada, aquella guitarra clásica, aquel oasis dentro
de un disco cargado de fantasía y verdad. Aquella canción, en
definitiva, parecía hecha para ser interpretada por un cantante
capaz de hacer derretir el corazón más helado, que intuía que, en
el fondo, todas las canciones de amor son en realidad canciones
dedicadas a un tiempo pretérito, casi siempre mejor. Aquello
hubiera sido histórico. Pero no pudo ser.
Robbie Robertson, el cerebro compositor de The Band, que en ese momento estaba acompañando a Bob Dylan, recuerda que mientras estaban grabando Just Like a Woman, Dylan le preguntó: “'¿quién crees que sería bueno para hacer una versión de está canción?'. Y yo dije: 'Otis Redding. Es uno de los mejores cantantes que ha pisado la tierra'. Y él dijo: '¿de veras?'. Yo dije: 'Por supuesto. Él la clavaría'”. Después de ver el show de Redding en el Whisky, el manager de Dylan Albert Grossman llevó a Dylan y Robertson a los camerinos para conocer a Otis y Phil Walden. “Así que nos juntamos y yo intento venderle la canción. Y Otis dice: 'me parece genial' y tocamos la canción y dice: 'tío, qué canción – she breaks just like a little girl. Es fantástico. Definitivamente voy a grabarla''”. La canción claramente encajaba con la obra de Redding, la letra sobre la fragilidad y el dolor del amor. Sin embargo cuando no aparece en el siguiente álbum de Redding, Robert le pregunta a Walden que qué ha pasado con Just Like A Woman.
Walden le dice: “entramos a grabarla y Otis era incapaz de cantar el puente. Otis aseguraba: 'no sé cómo cantar el puente'”, refiriéndose a esos versos retorcidos en esa parte de la canción que habla sobre nieblas, anfetaminas y perlas. Roberston recuerda: “Walden dijo que Otis no pudo hacer que aquellas palabras salieran de su boca de manera sincera. El resto de la canción, ningún problema. Y pensé, Dios mío, lo entiendo perfectamente. Si no puedes cantar algo de manera completamente honesta, entonces no deberías cantar esa canción, y él simplemente estaba siendo sincero”.
Lo cuenta Mark Ribowsky en su exhaustiva biografía Dreams To Remember: Otis Redding, Stax Records,
and The Transformation of Southern Soul. Un libro recomendable no
sólo por presentar un recorrido profundo y detallista de la vida
de Redding; si no por entender que más allá del mito se esconde una
figura difícil de definir con apenas tres o cuatro adjetivos, llena
de aristas, contradictoria y al mismo tiempo con el ímpetu de aquel
que sabía que un cantante negro de origen rural sólo tendría una
oportunidad, en el mejor de los casos, para romper las cadenas del
soul. Otis lo logró, pero no tuvo de tiempo de estrenar aquella libertad. Una lástima. Tendremos que seguir soñando con ese Redding paseando su chaqueta vaquera por la Music Row.
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