Vuelven The Delines y vuelven los sentimientos a flor de piel. El lento traqueteo country-soul de las noches de neón. Las historias al borde de la cuneta y la voz sedosa de Amy Boone. Vuelve la pluma trágica de Willy Vlautin, capaz de dibujar un perfil completo en apenas un par de versos. Los vencidos y los que nunca volverán. Desde que el quinteto debutara en 2014 con aquel Colfax a contraluz, los de Portland se han convertido en uno de nuestros combos favoritos. Especialmente después de que Richmond Fontaine, la nave nodriza de Vlautin, decidiera echar el cierre hace ya un lustro. Nos quedan por suerte sus discos, llenos de coraje y polvo, de historias extraídas del oeste menos épico, de melodías marcadas a fuego en los neumáticos y los retrovisores. Pero sobre todo nos queda The Delines.
¿Un consuelo? Más que eso. La confirmación de que al bueno de Vlautin le quedan decenas de historias en el tintero. Su galería de personajes, casi siempre desesperados, nunca derrotados del todo, sigue creciendo. También en papel, donde el de Oregon sigue regalándonos alguna de las páginas más gloriosas del realismo yankee actual. Sin ir más lejos Don't Skip Out On Me y The Night Always Comes, sus más recientes novelas, siguen cosechando aplausos y buenas palabras. Posiblemente provoquen a más de uno un nudo en la garganta, pero de eso se trata. De cogerte por el cuello hasta que, fruto de la rabia, comiencen a asomar las primeras lágrimas..
Algo parecido provocan las canciones de The Delines. Más aterciopeladas, bajo su manto soul se esconde la misma crudeza que Vlautin imprimía a sus textos en Richmond Fontaine. No hay tregua. Sólo una manera más dulce de pasar el trago. Un bálsamo de vientos y teclados aligera la carga. Ocurría en The Imperial, segundo trabajo de la banda y primero tras aquel accidente que casi acaba con la vida de Bone, su vocalista. Era este un álbum quizás más optimista en la superficie. Con títulos como Cheer Up Charley y Let''s Be Us Again, los de Portland recreaban la épica de carretera y moteles de segunda. Le daban una nueva oportunidad a la vida, aunque hace tiempo que esta hubiese pasado de largo por sitios como los que Vlautin cita en sus textos. El Paso, Pasadena, Santa Anita.
Con The Sea Drift, el tercero y más reciente de sus elepés, la acción se traslada al golfo de México. Si el debut de 2014 sonaba urbano y centelleante como un signo de interrogación, recordando a ratos a la Lucinda Williams de West o Ghost From Highway 20; The Imperial tenía algo de Memphis en miniatura, de aparcamientos abandonados y estaciones de servicio, de cruces y hazañas sin recompensa. The Sea Drift cierra en cambio la trilogía al borde del precipicio, al final de la escapada. La marisma y las atracciones de feria oxidadas ponen el telón de fondo a una colección que dibuja la silueta del Coney Island loureediano. No hay consuelo para los malditos.
Abre la veda Little Earl, road movie polvorienta y desencantada. La historia de estos dos hermanos a punto de perder el último rastro de inocencia que les resta escuece a cada estrofa. Por suerte el sonido cálido, clásico, de los Delines hace que nos sintamos como en casa. Agárrense al parabrisas, el camino está a punto de ponerse cuesta arriba. La guitarra incesante y los coros doo-wop de Kid Codeine convierten a esta historia de boxeadores y abrigos de piel en la más elegante del lote. Desoladora como una noche sin estrellas, Drowning In Plain Sight se recrea en el medio tiempo agridulce, ese lugar donde Amy Boone se siente más cómoda. La música roza el melodrama, la balada Motown, el firmamento soul.
Continúa el disco con All Along The Ride. Las luces se apagan casi por completo. La banda abandona la sala y Boone se queda a solas con su piano. El humo se vuelve más denso, el paisaje se vacía. No necesita Vlautin más que unas cuantas pinceladas para dibujar ese horizonte desolador. Sucede también en Surfers in Twilight, otra de esas piezas con aroma a whisky y cenicero a rebosar. Hold Me Slow y, sobre todo, Past The Shadows acuden al rescate. Volvemos al sonido imperecedero de los Delines. Al lento deambular de personajes al filo del acantilado. Luces y sombras ponen banda sonora a los instantes más tórridos de la colección. ¿Amor? Sí, pero siempre a punto de descarrilar.
Con This Ain't No Getaway encaramos la recta de salida. Con el sol a punto de asomar por las rendijas de la persiana, queda la sensación de que, más que una colección de canciones sueltas, The Sea Drift se asemeja más a una de las novelas de Vlautin. Un relato por capítulos que podría haber sucedido en una misma noche. Una ciudad al borde del golfo en la que los personajes tratan de sobrevivir. Un fresco lleno de vida y esperanza. Saved from the Sea, sugerente, con ciertos aires gospel, confirma esto último. “He makes me feel like the world ain't sinkin' / like the world ain't as ugly and cruel as it is” canta una Boone extrañamente optimista. La instrumental The Gulf Drift Lament pone el broche final. Sobran las palabras.
Es The Sea Drift un disco jondo y sentido. Quizás menos cómplice que sus antecesores. Profundo en su surco soul, sin apenas rastro de los retazos country que asomaban en las anteriores entregas del combo de Oregon. Correoso como una mancha de aceite sobre el asfalto, solitario como un muelle de carga a medianoche. El primer Tom Waits habría paseado por sus sombras y esquinas con gusto. Pero sorprende sobre todo porque nos muestra a una nueva faceta del Vlautin songwriter. Desembarazado por completo de su pluma más árida y polvorienta, al de Portland no le hacen falta más que un par de versos para contar su historia. A veces ni eso. El paisaje y esa sensación constante de estar a punto de acabar en lo más profundo del océano son suficientes. La música, certera y majestuosa, y la voz inmaculada de Amy Boone se encargan del resto.
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