26/10/20

Tom Petty y el jardín de las flores silvestres




El sueño americano

El rock&roll, ese invento fascinante del siglo XX, siempre tuvo en Tom Petty a uno de sus mayores apóstoles. Un profeta de fe inquebrantable y parroquia fiel hasta la saciedad que lograría construir su propio credo sin renunciar a las enseñanzas de todos los que le habían precedido en la difusión de aquella religión fundada por Little Richard y compañía. Desde los pioneros de los cincuenta hasta los folkies de la Rickenbacker de los sesenta, pasando por genios olvidados como Roy Orbison y magos del estudio como Jeff Lynne, todos terminarían apareciendo de una u otra manera en el reflejo de las gafas tintadas de Petty. Puede que el rubio de Florida nunca arrastrara a las masas con la misma intensidad que los músicos ambulantes venidos de la calle E. O que no citara con la misma soltura a Rimbaud y Shakespeare como los bardos nacidos en Minnesota. Ciertamente nadie en su sano juicio le propondría para el Nobel de Literatura. Sin embargo hay algo en esas canciones que irremediablemente sólo poseen las composiciones que llevan la firma Petty.

Lo primero, por supuesto, esa creencia ciega en que el rock&roll en su versión más pura y pasional puede salvarnos la vida. Hay algo tremendamente reconfortante en las melodías del líder de los Heartbreakers. Esa sensación de que, pase lo que pase, siempre estarán él y sus discos, sirviendo de muro de contención contra los vaivenes de la vida. Un consejo en tiempos como los que nos ha tocado vivir: la obra del rompecorazones es un seguro de vida contra pandemias y plagas. Su consumo en grandes dosis provoca una felicidad contagiosa, altamente recomendada en el tratamiento de brotes apáticos y episodios agudos de cinismo. Ya se puede estar yendo el mundo al carajo que Petty y los suyos seguirán cantándonos que -contra todo pronóstico- al final todo saldrá bien. Sólo hay que saber esperar, que diría la letra de The Waiting.

La segunda razón por la que Tom es Tom y le seguiremos adorando hasta el final de nuestros días es por esa capacidad de convertir lo complicado en sencillo, lo obtuso en verdad cristalina. Pocos en su profesión son capaces de decir tanto con tan poco. Pocos recurren a algo tan sobado y manoseado -chico conoce a chica, chico se enamora de chica, chico compone una canción dedicada a su chica- y consiguen salir airosos con nota. Pero no se engañen: la pluma del rompecorazones va más allá de la simple historia de bar con parada en el callejón trasero. ¿Quieren un ejemplo? Escuchen los primeros versos de Southern Accents, tema que daba nombre a su disco de 1985, en el que el de Gainesville se carga de un plumazo unos cuantos prejuicios contra los estados del sur. “Tengo mi propia manera de llevar mi vida / y de donde yo vengo todo se hace con acento sureño”.

Mientras la mayoría de sus compañeros de generación naufragaban en el laberinto estilístico de los ochenta, Petty firmaba buena parte de sus mejores páginas durante la década de los sintetizadores y la purpurina. ¿Su secreto? Ir al grano del asunto, no complicar las cosas, creer en la honestidad de unas letras que hablaban de grandes sueños por cumplir, pero también del día a día de un chico de provincias en busca de su destino. Así, no es de extrañar que durante esos años aquel bardo minesotarra que leía a Rimbaud y Shakespeare, quizás el escritor de canciones más inspirado de la historia de la música popular, buscara refugio en el empuje juvenil de la banda de los rompecorazones. Dylan y Petty. El maestro intentado contagiarse de la brutal honestidad de uno de sus alumnos más aventajados. Un rockero de melena rubia y sonrisa rebelde capaz de triunfar en las listas de la FM sin perder un ápice de integridad por el camino. Y así sería hasta el final de sus días.

Pronto se unirían a aquella fiesta otros admiradores del 'estilo Petty' como George Harrison y Roy Orbison, además del mencionado Jeff Lynne, con el que el de Florida grabaría dos álbumes en la bisagra que separa los ochenta de los noventa. Antes -no nos olvidamos- los cinco habían formado aquel divertimento, antídoto contra la nostalgia, bautizado como Traveling Wilburys, en el que Petty figuraba como el más joven de la foto. Poco importaba. A esas alturas el líder de los Heartbreakers ya se había ganado un lugar entres los más grandes. Aplaudido por los que antaño habían sido simples ídolos de juventud, la de Petty había terminado siendo una historia con final feliz. La consumación del sueño de la 'American Girl'. De alguna manera el de Florida había sido capaz de cumplir su propia profecía y convertir aquellas parábolas sobre el éxito en relatos en primera persona. Al menos hasta que llegaron los noventa.



Time to move on

El tiempo relegaría a Into The Great Wide Open, el segundo de esos discos con Lynne a los mandos, al vagón de cola de la obra del rubio de Florida. Lastrado por los artificios de estudio del líder de la Electric Light Orchestra, aquel álbum de 1991 alcanzaba sus mejores cotas en canciones como Learning To Fly o Two Gunslingers donde la banda de los rompecorazones podía respirar sin el encorsetamiento de los trucos de producción de Lynne. Sin embargo el verdadero alma de aquella colección, su corazón, descansaba en su tema titular. 

En Into The Great Wide Open Petty narraba la historia de Eddie, aspirante a estrella de Hollywood atrapada entre sus anhelos artísticos -”el cielo es el límite”- y los tipos trajeados de la discográfica. Una vez más, el norteamericano volvía a recurrir a viejos dilemas sin resolver para afrontar encrucijadas personales. La diferencia en esta ocasión era que aquel interrogante, aquel 'rebel without a clue', parecía apuntar directamente al propio escritor de la pieza: ¿era aquello un grito de socorro? ¿o simplemente una radiografía general de una industria en decadencia? Pronto la sombra de la duda se extendería sobre el resto de la producción del de Florida, marcando el tono de su obra durante buena parte de la década que comenzaba a abrirse paso.

Tendrían que pasar tres años hasta que el artista volviera a editar un nuevo álbum. Un periodo marcado por los claroscuros, movedizo en lo privado -el baile con su mujer Jane parecía llegar a su fin- e ilusionante en lo artístico -estrenando contrato con Warner-. Tres años en los que el artista se refugiaría en el estudio, buscando una tabla de salvación con el fin de evitar el naufragio personal. Puede que el mejor resumen de aquel estado de ánimo se encuentre en el estribillo de Confusion Wheel, uno de los descartes de aquellas sesiones incluido en la reciente edición de Wildflowers. “Tanta confusión ha entrado en mi vida / tanta confusión me ha destrozado / tanta confusión me ha hecho tener miedo”. Claro y meridiano. Si hasta ahora Petty había cumplido con nota el papel de artista triunfal, seguro de su sí mismo, los noventa comenzaban con un Tom mostrando sin pudor las heridas escondidas bajo la piel del éxito. Tocaba volver a la casilla de salida.

En 1994, un mes antes de la publicación de aquella nueva colección de canciones, Tom Petty y los Heartbreakers se presentan en el Bridge School Festival. Ya saben, esa cita anual organizada por Neil y Pegi Young que -como es de esperar viniendo de alguien como el canadiense- siempre se asemejó más a una celebración entre amigos que a un festival al uso. Quizás fuera aquel espíritu informal, de función escolar. O quizás se pueda atribuir simplemente al dibujo de ese nuevo Petty, relajado y dispuesto a mostrarse a pecho descubierto. Pero es indudable que algo había cambiado en el semblante del de Florida durante aquellos meses de aislamiento en el estudio. Armados con lo puesto, Petty y los suyos se lanzan con una interpretación sentida del Thirteen Days de J.J. Cale metiéndose en el papel de esa banda de músicos ambulantes “que a veces gana dinero y a veces no saben”. ¿Quién dijo que los Heartbreakers no podían sonar polvorientos y enraizados?

Casi sin tiempo para recuperarse, Petty lanza los primeros acordes de I Won't Back Down, convertido desde ese mismo instante en un himno de resistencia y coraje -y si no que se lo digan al veterano Johnny Cash-. Pero si algo sorprende en el repertorio de aquella noche es la incorporación de una canción como Girl on LSD. No tanto porque una buena parte del público que suele acudir al Bridge School Benefit ni siquiera alcanza la edad legal para pedir un trago de whisky en un bar. Si no porque que aquel catálogo de estimulantes -de la hierba al éxtasis pasando por el perico y las anfetaminas- parecía más una broma privada entre colegas que la obra de un tipo acostumbrado a pinchar en el hueso de asuntos capitales como el amor o la identidad. Admitámoslo: Tom se lo estaba pasando bien. Y nosotros con él, por supuesto.

El resto del concierto bascula entre éxitos recientes y clásicos incontestables, con unos Benmont Tench y Mike Campbell especialmente inspirados en su faceta de escuderos desde las alas. Como es de esperar Petty aprovecha también para presentar alguna de las composiciones que incluirá en sus nuevo disco de lanzamiento inminente. Entre las elegidas una You don't know how it feels que con los años se terminaría convirtiendo en imprescindible en el repertorio de los Heartbreakers y Time To Move On, colosal, elegante en su sencillez, devolviéndonos al sonido forajido de Thirteen Days y, de paso, al Petty más reflexivo y trascendental.

Sin pretenderlo aquellos versos parecían estar marcando el camino a seguir. “Es hora de pasar página, es hora de seguir adelante / Lo que está por llegar, no tengo manera de saberlo”. En ellos se perfila el trazo de un nuevo Petty. La necesidad de soltar lastre sin echar mano del retrovisor, la búsqueda de un rumbo artístico sin miedo al qué dirán. Todavía queda algo de ese rockero juvenil que soñaba con jets privados y estrellas en el paseo de la fama, aunque exprimido por el peso de la edad. Tal vez se filtre entre líneas, casi sin querer, un atisbo de decepción. Nunca una asunción de la derrota. Si algo demostraba Time To Move On era que, a pesar de las dudas y los fantasmas personales, el compositor de Runnin' Down a Dream tenía cuerda para rato. Convencido de estar pisando terreno fértil, pronto el norteamericano se encerraría en el estudio para desenterrar dos docenas de canciones escondidas en el patio trasero de su casa.




El jardín de las flores silvestres

Cuenta Tom Petty que la letra de Wildflowers se le apareció un día mientras jugaba en el estudio que se había construido en el jardín de su casa. Sobre el papel, una secuencia de tres acordes. Sencilla, con cierto aroma folk, mirando de reojo a las costas californianas. Tras unos minutos garabateando aquella secuencia, el de Florida recula sobre su guitarra y coge un lápiz. “You belong among the wildflowers / You belong in the boat out at sea”. Sin pensárselo mucho, el artista decide poner a correr la cinta de grabación dejándose llevar por el hilo de aquellos dos versos prometedores. El resto, como se suele decir, es historia. Dos minutos y cincuenta segundos después Petty había escrito la canción que daría título a su próximo disco.

Por suerte aquella sería la primera de muchas. Como en esa toma cruda de Wildflowers, las canciones comenzarían a brotar en el garaje de Petty como flores silvestres. Agarrado a esa sensación de libertad interior, confinado entre los muros de su estudio, el líder de los Heartbreakers parecía haber encontrado un refugio en el que componer sin la presión del mundo exterior, aislado de una maquinaria que había terminado engullendo a muchos de sus compañeros de gremio. Allí, alejado de miradas curiosas, Petty escribiría el álbum que demostraba que, bajo de esa fachada de rompecorazones, había un escritor humilde y humano. Algo más que el rey del baile del instituto o el más listo en la universidad del rock&roll. Un artista de carne y hueso.

Puede que Petty, despojado de su corona, siguiera alimentando fantasías regias en It's Good To Be A King. La música, sombría, etérea, no engañaba: el Heartbreaker estaba pidiendo a gritos bajarse del tren de la fama. Al igual que en la fábula del rey desnudo, una vez descubierta la farsa, era imposible mirar hacia otro lado. Consciente del truco, Petty decide hacer lo único verdaderamente honesto: deshacerse de todo lo accesorio hasta quedarse con lo puesto. Pocas veces el de Gainesville se mostraría tan desnudo y frágil como en Only A Broken Heart. “Ya no tengo miedo / es sólo un corazón roto / ¿qué daría por poder empezar de nuevo / y limpiar mis errores?”. En el apartado melódico es ese trazo sencillo, recordando a los Beach Boys más recatados, el que ayuda a remarcar aquel sentimiento de enmienda.

You Don't Know How It Feels en cambio se revuelca en esa sensación de perdida sin mostrar una pizca de arrepentimiento. “Hay gente que viene, hay gente que se va […] / Vayamos al grano / Hagámonos un porro / Dirijámonos carretera abajo / Tengo que ir a algún lugar”. Bajen las ventanillas del coche que vienen curvas. Suenan fraseos de armónica y estribillos festivos. Petty, ataviado con su camisa vaquera y su sombrero de cowboy, mantiene la sonrisa mientras deja un recado para los que creen haber descifrado la fórmula del éxito. “No sabes cómo se siente / No sabes cómo se siente ser yo”. No será última vez que el artista retrate en Wildflowers la soledad del artista en la cumbre. Me refiero, claro, a Wake Up Time, que además de servir de resumen de la trayectoria vital del propio Petty, remata uno de los momentos más emotivos y solemnes de la colección. Especialmente cuando el de Florida recita aquello de “y si tienes suerte, quizás encuentres a alguien que te ayude a pasar el dolor que vendrá”. Nudo en la garganta.

No todo en Wildflowers son zozobras de un compositor navegando el ecuador de la vida. Recuperando al Petty más salvaje y desmelenado, Honey Bee y You Wreck Me se descuelgan como dos tragos de puro rock&roll tabernero. La primera ondea esa bandera hard-blues que los Heartbreakers explotarían años más tarde en Mojo y los momentos más rasposos de Hypnotic Eye. Si pueden no pierdan la oportunidad de ver una interpretación especialmente pegajosa del tema en cuestión en el programa Saturday Night Live con Dave Grohl a las baquetas. You Wreck Me por su parte rescata el sonido clásico de los Heartbreakers, ese latido de puro rock&roll sobre la base de una canción que parece hecha para rodar sobre las ondas radiofónicas. El propio Petty contaría que originalmente la canción iba a titularse 'you rock me', pero temiendo caer en el tópico decidió retorcerlo cambiando simplemente 'rock' por 'wreck'. ¿Se acuerdan de lo que decíamos sobre la capacidad del norteamericano de hacer sencillo lo complicado? Aquí tienen un ejemplo.

En un capítulo aparte figuran aquellas canciones de trazo personal, demasiado explícitas como para que sea casi inevitable conectarlas con la situación sentimental del rompecorazones. Su particular Blood on The Tracks tiene su momento más punzante en la austera Don't Fade On Me, donde Petty se calza el traje de trovador a lo Lightnin' Hopkins. Como en las canciones del bluesman de Texas, la causa de todas las desdichas tiene culpable femenino, aunque en Don't Fade on Me Petty es capaz al menos de esconder su rabia bajo un manto de romanticismo. Tal vez para equilibrar la balanza el de Florida carga la responsabilidad sobre sus hombros en Hard on Me, donde, como en Only A Broken Heart, hay propósito de enmienda y asunción de los pecados. Incluso, consciente quizás de que esta sea su última oportunidad de ensamblar las piezas del desastre, hace un esfuerzo por evitar el naufragio en Crawling Back To You. Imposible no rendirse cuando el cantante entona aquellos versos -“Ey, cariño, hay algo en tus ojos que me dice que todo va a salir bien si creo en ti. Es todo lo que quiero hacer”- mientras Benmont Tench ejerce de maestro de ceremonias desde el piano de cola.

Llegamos al final de este recuento con aquel vagón de canciones que circula a mitad de camino entre el desmadre guitarrero y la niebla melancólica. A Higher Place, inocente y juvenil, es la encargada de reconciliar al líder de los Heartbreakers con su primer romance musical: el sonido tintineante de los Byrds. Cabin Down Below y House in The Woods -otra de esas canciones que abogan por pisar el acelerador y no mirar atrás- nos invitan a tirarnos al monte y refugiarnos en la Big Pink. Suenan ecos de los Faces y de unos The Band de farra en el asiento trasero del coche. Mike Campbell, atento desde el asiento de copiloto, mira de reojo como un Steve Ferrone imperial -el mejor fichaje que podrían haber hecho los Heartbreakers- marca el paso. Tom sonríe, por fin, mientras los arreglos de viento subrayan ese espíritu de camaradería. Petty y los suyos han encontrado su tierra prometida.




Echando el resto

Aunque Wildflowers nunca tuvo un guión establecido, una cosa parecía clara desde el principio: este iba a ser un disco con la firma de Tom Petty -y nadie más- en la portada. Demasiada carga personal desaconsejaba que el material acabara manoseado a su paso por el estudio. A esto había que unir la reticencia de alguno de sus compañeros de banda a explorar el lado más confesional y austero del cancionero del de Florida. En concreto el dedo acusador apuntaba al batería Stan Lynch, que, desilusionado con ese nuevo Petty sin complejos, abandonaría la formación tras la publicación del disco. No opinaban lo mismo sospechosos habituales como Tench y Campbell, que poco a poco se irían uniendo a la sesiones hasta convertir a Wildflowers en un álbum de Tom y los rompecorazones avant la lettre y otorgando al disco ese aire de fiesta privada entre amigos.

Como en una esas reuniones entre antiguos compañeros de instituto, Petty aprovecha la ocasión para recordar viejas anécdotas y hacer recuento de batallas perdidas. “En la mitad de su vida dejó a su mujer / y huyó para ser un chico malo / Chico, era triste, pero él compró un nuevo coche, / encontró un nuevo bar y se presentó bajo un nuevo nombre y creó una nueva vida”. Nunca Petty se había atrevido con un relato tan autobiográfico como To Find a Friend, la primera de esas canciones registradas durante aquellas sesiones en los Sound City Studios de Los Ángeles. Lejos de recular, el norteamericano se agarra a ese sentimiento seguro de haber encontrado terreno abonado. Tanto que de alguna manera ese ritmo medicinal suministrado por un Ringo Starr que pasaba por allí -¿no era aquel el músico que había interpretado la mayor oda a la amistad de la historia del pop?-, esa letra de camaradería sin prejuicios ni reproches, terminarían marcando el tono de unas jornadas de grabación que se alargarían durante dos años.

Entre 1992 y 1994 un Petty en racha, relajado en su nueva faceta de songwriter personalísimo, echaría el resto en el estudio hasta registrar un total de veinticinco canciones. Una cosecha abultada, rica en matices, que vira de lo existencial o lo puramente terrenal. Un catálogo completo de sensaciones, generoso en el apartado personal, aunque sin olvidar que el líder de los rompecorazones siempre prefirió el juego de equipo al lucimiento individual. Es cierto que la tentación de caer en viejos pecados seguía ahí, acechando por el retrovisor. El propio Petty podría haber optado por tomar el desvío habitual y repetir con Lynne en el puente de mando. Pero aquello hubiera sido como enseñar las cartas antes de haber comenzado siquiera la partida.

Un Rick Rubin todavía desconocido para el público rock, con un estilo que recordaba al viejo Bob Johnston -”el artista siempre lleva la razón”-, terminaría echándose a la espalda la tarea de plasmar en cinta aquel torrente de canciones. A él le debemos en buena parte que en Wildflowers las melodías suenen despojadas de cualquier tipo de artificio, siempre al servicio de la canción. Sin él tal vez nunca hubiéramos tenido esa vuelta a lo orgánico, al crujido del garaje, al sonido rugoso de la madera y al hilo fino dorado. Al Tom del que nos sentimos más cercanos, a fin de cuentas.

Por desgracia ni siquiera Rubin evitaría que se terminaran descolgando del recuento final una decena de esas canciones que él y Petty habían registrado en el estudio. La historia cargaría la culpa sobre los hombros de los directivos de la Warner, tal vez abrumados ante la perspectiva de editar un álbum doble de un artista que encaraba el otoño de su carrera. Nada que objetar, por lo menos por mi parte. Aquellos quince cortes incluidos en la edición original de 1994 tenían enjundia suficiente como para proporcionar horas de disfrute a los seguidores de rubio. Para los más fieles siempre quedaba la banda sonora de la película She's The One, donde Petty aprovecharía para dar salida a alguno de los recortes de Wildflowers. Canciones como la jubilosa Walls o California, esa postal con aires pop dedicada al estado de adopción de Petty. También había hueco para los bocados exóticos como aquella interpretación rasposa del Change The Locks de Lucinda Williams o una de las composiciones con más bilis del cancionero de Petty -la envenenada Asshole-. Aunque la verdadera gema del lote se encontraba en la nostálgica Hung Up and Overdue, donde el rompecorazones se valía de la voz del mismísimo Carl Wilson para redondear aquella arquitectura a lo Beach Boys. Es cierto que en el censo definitivo todavía figuraban algunas ausencias. Pero no quedaba otra cosa que conformarse con lo exhibido, que no era poco. Hasta ahora.

La reciente caja recopilatoria -titulada convenientemente Wildflowers & All The Rest- completa el puzzle y añade algunas piezas más para los completistas de carné. Agota el caudal de aquellas sesiones de estudio con la incorporación de canciones como Something Could Happen y Leave Virginia Alone, enterradas en el baúl hasta la fecha. Demuestra que, de haber nacido unos años antes, Petty podría haberse desenvuelto sin problemas en los cafés del Greenwich neoyorquino con la simple ayuda de las seis cuerdas y una armónica. Harry Green, There Goes Angela y a Feeling of Peace, todas ellas inéditas hasta hoy, bien pueden servir de testimonio. Igualmente revelador resulta escuchar versiones iniciales de canciones que, a pesar de sabemos al dedillo, acongojan convertidas en un simple hilo de voz y una guitarra. Frágiles e indefensas, como Petty las concibió en un primer momento, desprenden el perfume de lo conocido, aunque no por ello resultan menos apetitosas. Unos cuantos momentos escogidos al azar de esas Home Recordings: la toma a piano de Wake Up Time, aquellas armonías embrujadas de Crawling Back To You, una Only A Broken Heart si cabe más dolorosa.

Cierra el círculo un último lote de interpretaciones en directo que sirven de medicina tras el pellizco de las tomas grabadas a bocajarro. Abarcando registros que van desde mediados de los noventa hasta prácticamente nuestros días, resulta imposible no acordarse de aquella última visita a Hyde Park en el que Petty sería especialmente generoso en su repaso al repertorio de Wildflowers. Un aperitivo de lo que, según cuentan, hubiera sido una gira dedicada a celebrar un cuarto de siglo de aquel milagro de no haberse cruzado la guadaña en el camino de Petty. Ya nunca será, aunque nos queda el consuelo de poder tocar por fin con nuestras manos este Wildflowers & All The Rest. Un relicario que renueva nuestra fe en el credo de Tom Petty y los suyos. Un jardín de flores silvestres que seguiremos regando en los días que vendrán.


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