29/4/21

Anne Briggs, al borde del acantilado

Tal como esta el percal a lo más que puede aspirar uno en esta vida es a que Richard Thompson te dedique una canción. Algo que muchos considerarán cosa menor, pero que en esta casa, donde siempre veneramos con pasión al de Notting Hill, representa el culmen de una vida bien vivida. No es que Thompson se extienda en elogios y dedicatorios con frecuencia. Él siempre prefirió mantenerse en un segundo plano, dejar que fueran las canciones, su significado abierto y ambiguo, las que hablaran pero por sí solas. Pero de vez en cuando es imposible evitar que el telón del misterio caiga y los recuerdos cobren vida. Ocurre con Beeswing, composición que da título al reciente libro de memorias del londinense, y que embriaga con su relato de amor juvenil durante el verano del ídem. Qué alegría hubiera sido tener diecinueve años en 1968 como Richard Thompson.

Dedicada según cuentan a Anne Briggs, aquella canción dibuja a una mujer “perdida y frágil”. A primera vista, al menos. Siempre en busca de algo, incapaz de posarse en un único lugar, según avanza la historia. Ni herida ni incompleta, esta mujer segura de sí misma, a la que incluso la idea de una caravana ambulante remite a algo parecido a lo que otros llamarían asentar la cabeza, es un caso único, como reza el estribillo de Beeswing. La clase de mujer que, según cuentan, era Anne Briggs. O es, para ser más exactos. A pesar del tono melancólico que atraviesa la canción de Thompson, la cantante inglesa de belleza salvaje sigue entre nosotros. En silencio, eso sí. Al menos para el gran público. Aseguran los que todavía mantienen el contacto que Briggs sigue cantando y tocando la guitarra siempre que puede. Del mismo modo que lo hacía antes de que alguien decidiese poner un micrófono frente a su voz y del mismo modo que lo hará hasta que su cuerpo diga basta.

Nacida en 1944 en el condado de Nottinghamshire, allí donde las Midlands inglesas se funden con las tierras del norte, la biografía de Anne Briggs es la de un espíritu trashumante. Una cantante que siempre quiso ser algo más que simplemente eso. Tomando el sobado refrán del ilustre Nietzsche, la vida sin música no merece ser vivida. Pero la música no merece la pena si no es para vivir una vida más allá de las canciones. Quizás por ello la música sería sobre todo para Briggs una excusa para huir de una más que probable existencia atada a los condados mineros de la Inglaterra industrial. Una vida sencilla y humilde, pero demasiado gris y teledirigida para el carácter libre de la artista. Ella, está claro, siempre estuvo destinada a cruzar los márgenes que trazaban su partida de nacimiento.

A pesar de todo la joven cantante nunca olvidaría sus raíces y con apenas quince años ya manejaba con soltura las fuentes de la tradición folk local. Tanto es así que sería ella la que enseñaría a Bert Jansch alguna de las tonadas centenarias incluidas en sus primeros discos, incluyendo la recurrente Blackwaterside. Su conexión con el guitarrista escocés no acabaría aquí y durante años el camino errante de la cantante se cruzaría en varias ocasiones con el de Jansch, incluyendo aquel documental de 1993 dedicado al músico en el que se incluye la última aparición de Briggs en directo hasta la fecha. En aquel vídeo, disponible en la red para el que quiera asomarse, una Briggs con arrugas en la comisura de los labios, pero todavía con esa mirada que comparten los que mantienen las ganas de vivir con locura a pesar de la edad, nos hace olvidar el paso de los años. Si ella, que llevaba dos décadas fuera los focos, puede cantar como si nada hubiera pasado, cualquiera puede recuperar el tiempo perdido.

A comienzos de los sesenta, cuando Briggs ni siquiera rozaba la mayoría de edad, la historia era sin embargo otra. Precisamente sería otro nombre, imprescindible dentro de ese movimiento musical que abogaba por sumergirse en las raíces, el que sacaría a Briggs del anonimato. Ewan McColl, algo así como el Alan Lomax británico, encontraría a la de Nothinghamshire en uno de sus viajes por las islas y la invitaría a unirse a la efervescente escena folk que comenzaba a florecer en torno a clubes como The Troubadour en la capital del reino. Allí en Londres Briggs grabaría sus primeras cuatro canciones para el sello Topic, heredero directo de la Workers Music Association. The Hazards of Love, maxisingle de 1963, no contenía ninguna tonada de temática obrera, aunque lo suplía con una colección de retratos en las que el acento en esos personajes femeninos fuertes y el amor trágico marcaban el paso. Canciones tradicionales con nombre de mujer como Polly Vaughan o Rosemary Lane. Incluso My Bonny Boy, la más dulce del lote, servía de alegato contra las cadenas del romance tradicional y cambiaba las tornas del relato estándar "chica-se-enamora-de-chico". Comprueben por ustedes mismos:

But if he loves another girl better than me
Let him take her, and why should I mourn?
Now the girl that enjoys my own bonny boy,
She is not to be blamed, I am sure
For many's the long night he have robbed me of my rest
But he never shall do it no more

En los apenas trece minutos y medio que ocupaban los cuatro cortes de The Hazards of Love, Anne Briggs parecía unir su destino al de otros nombres hoy todavía recordados por los amantes de los sonidos enraizados británicos. Instituciones del folk como Peggy Seeger, June Tabor o Shirley Collins, de la que ya hablamos hace unos meses en esta calle sonora. O al menos eso pudiera parecer sobre el papel. No había que escarbar mucho para darse cuenta de que lo de Briggs estaba hecho de otra pasta. No era sólo aquella insistencia en los aspectos más afilados y tumultuosos del torrente tradicional. Había algo en esas grabaciones completamente desnudas, con la voz de Briggs sin apenas acompañamiento, que las separaba del resto de sus compañeros de generación. Un espíritu montaraz y aventurero, una necesidad de llevar las cosas al límite, siempre al borde del precipicio. Y así sería, de manera literal.

En constante movimiento, los años que están por llegar encuentran a Briggs cruzando el mapa de las islas de punta a punta en busca de algo no del todo evidente ni siquiera para la propia cantante. Giras con los míticos Dubliners, relaciones que traspasaban los límites de los meramente musical y un disco junto a varios músicos ingleses, hoy olvidados en su mayoría, son algunos de los hitos que marcan su biografía en mitad de la década de los sesenta. También alguna relación sentimental tóxica y la sensación constante de estar perdiendo el control. O de -según se mire- zambullirse de lleno en una vida que pocos entendieron en aquel momento y que, todavía hoy, seguirán sin entender. De entre todas las anécdotas recolectadas durante aquella época salvaje la más repetida es aquella que recuerda a una Anne Briggs ebria lanzándose desde lo alto de un acantilado, quizás haciendo buena alguna de las tonadas marineras trágicas que solía incluir en su repertorio. Anne Briggs tenía tantas de ganas de vivir que para muchos, incluido el joven Richard Thompson, parecía caminar en dirección a una muerte prematura. Por suerte no fue así.

De hecho aquí podría haber terminado el relato -al menos musical- de Briggs de no ser por Jo Lustig, empresario responsable del primer contrato discográfico de Pentangle, que convencería a Briggs para grabar un elepé de canciones a principios de los setenta. Subrayando aquel viaje generoso de ida y vuelta tan habitual en el género folk, Briggs abría su debut en formato largo con su propia lectura de Blackwater Side, aquella canción que había enseñado a Jansch un lustro atrás. Hay algo en su interpretación que remite a la orografía irlandesa del terruño británico. Una cierta majestuosidad sin dejar de lado la humildad y sencillez que siempre marcaron su voz. Quizás fuera aquel acompañamiento de guitarra -algo que tomaría mayor peso en las grabaciones de Briggs con el paso de los años- la que provoca que en este caso la cantante tome el camino más directo al corazón de la canción, abandonando alguno de los quiebros tan habituales en su manera de interpretar.

No ocurre lo mismo en Willie O Winsbury, composición con aires de leyenda regia que terminarían versionando todos los grandes nombres del folk, de Pentangle a Nic Jones pasando por el propio Richard Thompson. The Cuckoo tiene algo de danza medieval, a pesar de no contener ningún detalle más allá de la propia voz de Briggs. The Snow It Melts the Soonest podría haber encajado en el repertorio de Shirley Collins, otra de esas cantantes capaces de cantarle al paso de las estaciones sin sonar insípida o aburrida. Young Tambling, con sus diez minutos de épica desnuda, tiene algo de experiencia trascendental. Una montaña virgen que hay que escalar cada vez que uno se enfrenta a este disco de verbo árido. Cierra el álbum la tradicional Maa Bonny Lad con sus lágrimas de salitre y su regusto a derrota, retomando de alguna manera la historia de My Bonny Boy, algo que se convertiría en habitual en la corta carrera discográfica de la de Nothinghamshire. Aquella sería también una de las últimas canciones que Briggs grabaría sin acompañamiento instrumental. 

Mucho se ha hablado de hecho sobre la decisión de la cantante de presentar su cancionero desnudo y despojado de cualquier tipo de detalle adicional. Una cierta intención de navegar a contracorriente, según confesaría la propia autora, siempre estuvo en la base de esta manera de interpretar. Luego, por supuesto, está su voz incontestable e infinita, cargada de matices que, aún hoy, siguen saltando del tocadiscos cada vez que pinchamos uno de sus álbumes. Hay que tener mucho arrojo, mucho coraje, para presentarse con el silencio como único cómplice. Quizás por ello las grabaciones de Anne Briggs suenan hoy un poco desencajadas para algunos en este tiempo de excesos verbales. Quizás porque, sin el anclaje de la música, resulta imposible ubicarlas en un ayer o un mañana.

Más amable en los arreglos, un segundo disco editado meses más tarde solucionaba el entuerto añadiendo el acompañamiento de la guitarra acústica a la mezcla e incluso dando la vuelta al asunto al incorporar algunas piezas en las que Briggs emulaba el virtuosismo a las seis cuerdas de su viejo amigo Jansch. Highlodge Here, por ejemplo, ni siquiera incluye la voz de la británica en aquellos dos minutos de brisa con aroma a campiña. La hipnótica Standing on the Shore cuenta la historia en primera persona de un marinero enredado en sus ensoñaciones de cubierta y sus recuerdos de bitácora. También supone la única incursión de Briggs dentro del cancionero tradicional dentro de un álbum que, frente a su predecesor, incluye una docena de composiciones contemporáneas, muchas de ellas con la firma de la propia intérprete. En Wishing Well la de Nothinghamshire comparte de hecho autoría con Jansch, que había grabado su propia versión de la canción dos años atrás. La melancolía del retorno al hogar planeaba durante buena parte de la letra de esta pieza. Un regreso que sonaba más a anhelo que a realidad. The Time Has Come, la canción que daba título a este segundo trabajo, sellaría definitivamente el destino ambulante de una cantante que ya nunca se posaría en un lugar fijo durante más tiempo de la necesario. Las propias palabras de Briggs no dejaban lugar a la interpretación:

The time has come for me to go
Don't you think of me no more
I'm going to some foreign shore
When I'm there maybe I'll find
Some other young man pleasing to my mind

Todavía tendría tiempo la británica de grabar una nueva colección de canciones antes de desaparecer en la bruma del anonimato. Sing a Song for You contenía una decena de piezas en las que Briggs prueba por primera vez a vestir sus canciones con una banda al uso. Los elegidos -Steve Ashley y sus efímeros Ragged Robin- añaden brochazos a la paleta sonora de la cantante en un intento por conectar con propuestas más sinfónicas como Pentangle o Fairport Convention. Imperfectas según la propia artista, demasiado atrevidas quizás para alguien que hasta hace pocos meses se presentaba sin acompañamiento alguno, las canciones de Sing a Song For You permanecerían en el cajón durante un cuarto de siglo. Una pena porque con ellas se completa el cuadro final de una cantante que, tanto en solitario como dentro de una formación más extensa o simplemente acompañada por la guitarra de Jansch, siempre supo dejar huella.

Veinte años después, en aquel documental dedicado al viejo amante y compañero, los dos amigos se encontrarían retomándolo exactamente donde lo habían dejado un cuarto de siglo atrás. Con más arrugas, pero con esa misma química acústica que desprenden los discos tanto del uno como del otro. Como es de esperar una de las canciones elegidas es Blackwaterside, Briggs a la voz y Jansch a las seis cuerdas. El mismo filo, la sensación de peligro recorre las cuerdas vocales de la cantante. Tanto que cuando ataca a dúo con el guitarrista Go Your Way, una de las composiciones que llevaban firma propia en aquel debut de 1971, la pieza termina deshilachándose en los últimos compases. Briggs, siempre exigente con su interpretación a pesar de la edad, decide parar y repetir la toma en busca de la satisfacción completa. La encuentra. Y es en ese gesto de genio y rabia, en el error que no es tal, donde se dibuja el perfil de esta cantante que, como cantaba Thompson en Beeswing, era una especie única. Lo resume perfectamente el de Notting Hill en aquella última estrofa:

And they say her flower is faded now
Hard weather and hard booze
But maybe that's just the price you pay
For the chains you refuse

Efectivamente, a Anne Briggs no hay cadenas que le aten. Ni a su voz ni a su espíritu ambulante. Siempre de camino al siguiente puerto pesquero, siempre al borde del acantilado.


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