Siempre pensé que la portada de Flyin' Shoes, aquel verso perdido en la discografía de los setenta de Townes Van Zandt, era un homenaje velado al segundo volumen de Tim Hardin. A esa imagen doméstica y honesta desde el alfeizar de la ventana. Desconozco si tal era la intención del tejano. Ya saben, como todo lo que nace del deseo y la imaginación, la idea resulta sugerente y magnética. Imposible olvidarla después de haberla visto por primera vez. Lo que sí es cierto es que tanto Van Zandt como Hardin recorrerían sendas paralelas a su paso por este mundo. Genios precoces, aplaudidos desde sus primeros compases en esto de la música, en algún momento alguien pensó que podrían llegar a convertirse en punta de lanza de su generación. Ellos, que siempre creyeron más en el sacramento de la canción que en el púlpito del éxito, decidieron abdicar de su propio destino. Recorrer los surcos ásperos de la carretera, sucumbir a la adicción -cada uno a su manera- y vagabundear en busca de una verdad que casi nunca aparece bajo los focos.
En el caso de Hardin, el pecado original aparecía ya en su debut de 1966, santo y seña de ese sonido económico y sencillo del Greenwich neoyorquino. Reason to Believe tenía un estribillo fabricado para esos tiempos en los que palabras como 'amor' o 'esperanza' parecían salir de los labios de cualquiera. Lo que muchos desconocían es que bajo ese título inocente se escondía una historia de despecho y negación. No, al final de esta película el chico no acaba casándose con la chica de sus sueños. En How Can We Hang on to a Dream -la canción que cerraba aquel álbum- ese mismo deseo de encontrar un final feliz reaparecía convertido ya en espejismo. Curioso para alguien que acompañaba la edición de su segundo trabajo con una elegía a la paternidad y al milagro del nacimiento.
En la portada del elepé editado por Verve Hardin aparecía acompañado de su mujer embarazada mientras sujetaba un cigarro y oteaba a través de la ventana. La estampa filtrada a través del cristal de la ventana servía de metáfora a un disco de sonido hogareño y a ras de suelo, de idénticas costuras al debut de 1966. Con canciones que algún caso no superan los dos minutos, el norteamericano se erige como el maestro de la economía lírica. Como si quisiera evitar que el oyente tuviera ni un segundo para apartar la atención de su voz y su guitarra, Hardin es capaz de levantar una historia con la simple ayuda de tres acordes y ese susurro hosco y profundo, versado en la tradición del blues. Lo demuestra en Black Sheep Boy, que oculta sus orígenes rurales bajo el velo de los arreglos de cuerda. Idéntica senda sonora toma Baby Close Its Eyes, inspirada sin duda por la eminente paternidad de su autor.
En Tribute to Hank Williams Hardin rinde homenaje al gran maestro de la canción triste y polvorienta. Recorre sus últimos pasos hasta aquella muerte trágica la noche de Año Nuevo de 1952 en el asiento trasero de un Cadillac. Se calza su traje maldito, anunciando tal vez la senda que recorrerán los huesos del propio Hardin hasta su final repentino en 1980. “He sang from his heart / Took the pain from his sins / We watched the pain in his heart / And they sang and they clapped their hands”. En aquellos versos rotos dedicados al autor de I'm So Lonesome I Could Cry se resume la propia trayectoria del de Oregon como si de un oráculo divino se tratara. Cuando cuatro años más tarde Hardin aparecía con sombrero de vaquero y barba prominente en su debut para Columbia -el imprescindible Bird on a Wire- algunos se preguntaron donde estaba el inocente trovador del Greenwich. ¿La respuesta? En algún punto perdido del mapa norteamericano siguiendo las enseñanzas de Hank.
O sencillamente haciendo buenas las palabras de If I Were A Carpenter, estandarte de este Tim Hardin II. Fijada en la memoria colectiva tras el paso del trovador por el Festival de Woodstock, en ella el de Oregon deja transpirar su verdadero anhelo vital, ese deseo de seguir una vida sencilla y sin adjetivos. Aquellas líneas iniciales -If I were a carpenter and you were a lady / Would you marry me anyway? Would you have my baby?- todavía retumban en los oídos de todo aquel que la haya escuchado al menos una vez. Nos recuerdan que hay otro camino. Tal vez más gris e irregular, plagado de pequeñas derrotas. Pero infinitamente más honesto y satisfactorio. El camino de las canciones y de la vida. Ese mismo que recorrió Tim Hardin durante treinta y nueve años antes de que su voz se apagara un 29 de diciembre de 1980.
Poco a poco se van apagando las luces de esa pendiente por la que un día ascendieron todas las estrellas del firmamento musical. Una ladera al costado de Hollywood bautizada como Laurel Canyon y en la que a principios de los setenta terminarían coincidiendo toda una generación de artistas en el nexo que une el folk con el rock y sus afluentes. Y entre todos ellos, quizás el más obstinado aunque también el mas soñador, David Crosby. Un escritor de canciones mágico y caleidoscópico, poseído por el hedonismo de la quimera hippy y hondo como el surco más profundo de la llanura norteamericana. Él fue el primer cowboy cósmico y el pájaro demasiado libre como para permanecer enjaulado entre los barrotes de una banda al uso. El tipo que se bebió la vida, sucumbió a la adicción como ningún otro y todavía tuvo tiempo para contarlo. Que haya sobrevivido hasta las ochenta y un años es la prueba definitiva de su carácter tozudo y peleón.
David Crosby nunca se casó con nadie y hasta sus últimos días permaneció en la trinchera de la polémica. Aquello le valió la fama de intratable e incluso le enemistó con muchos de sus más cercanos colegas del gremio musical. Sin embargo, consciente de que la música sólo merece la pena si es compartida, casi siempre actúo al abrigo de una formación. Como si intuyera que libre de cualquier atadura su galopar salvaje le terminaría llevando directo a la tumba. O simplemente porque necesitaba del puntapié competitivo inherente a cualquier banda de rock. Sus excesos, sus exabruptos, quizás no eran más que una manera de hacerse notar en un firmamento musical al que no le faltaban estrellas y aspirantes al trono. Todo lo que tenía de ególatra lo tenía de dulce y cándido. Especialmente en esos últimos años en los que, sin perder ese verbo afilado, hizo proposición de enmienda hasta lograr hacer las paces con un pasado plagado de errores y traspiés personales.
Crosby había comenzado su andadura musical a comienzos de los sesenta acompañando a un joven Terry Callier, confirmando esa necesidad inevitable de compartir escenario que le acompañaría durante toda su carrera. Pero no sería hasta su encuentro con Gene Clark y Roger McGuinn que el californiano encontraría su primera gran plataforma musical. Hijos del Greenwich neoyorquino, los Byrds lograron con sus versiones de Mr. Tambourine Man y Turn! Turn! Turn! transformar el folk sepia de los cafés de Manhattan en una explosión technicolor. En apenas tres años editarían cinco álbumes que sentarían las bases del movimiento folk-rock, mojarían los pies en las aguas de la psicodelia y abrirían las puertas a ese regreso al campo que algunos describirían bajo el rótulo de country cósmico. Pocas bandas quemaron tantas etapas en tan poco tiempo. Algo que el propio Crosby parecía anticipar en canciones como Everybody's Been Burned y que terminaría pasando factura, abriendo una brecha insalvable entre David y el resto de miembros de la formación.
Para cuando McGuinn, Crosby y compañía se presentaron en 1967 en el legendario festival de Monterrey, el combo angelino era ya toda una institución en el incipiente negocio de la música popular. Tal vez por eso o por ese deseo irrefrenable de acaparar los titulares, el deslenguado David decidió aprovechar los focos de la convención californiana para ejercitar su vocación de profeta. Justo antes de atacar una solemne He Was A Friend Of Mine, el guitarrista decidió presentar su versión de los hechos en torno al reciente asesinato del presidente Kennedy. Un sermón que no sentó nada bien entre los miembros de la banda que no compartían el afán de protagonismo de Crosby. Meses después y tras unas accidentadas sesiones de grabación para un disco que terminaría siendo bautizado como The Notorius Byrd Brothers, el angelino era expulsado del nido musical de los Byrds.
Poco tardaría el cantante en encontrar un nuevo refugio con la ayuda de Stephen Stills y Graham Nash. El debut del trío permanece todavía como el molde indeleble de ese primer fogonazo a orillas del cañón del laurel. Su versión más inocente y cristalina, triángulo equilátero todavía inmaculado del manto blanco de la cocaína y de la envidia verde del dólar. Con la incorporación meses después de Neil Young -un compositor que compartía con Crosby ese carácter nómada y vitriólico, puro mercurio- se completaba el cuadrado imperfecto de una de las mejores conjunciones de talento de la historia de la música. Demasiado bueno para durar. En septiembre de 1969, la misma semana que el debut de Crosby, Stills & Nash alcanzaba el disco de oro, la novia de Crosby fallecía en un accidente de carretera marcando para siempre el tono solemne de su cancionero. La escena musical se acostumbraría pronto a la tragedia durante aquellos primeros compases de los setenta. Pero antes de que perdiéramos a Hendrix, Joplin y un largo etcétera, el antiguo miembro de los Byrds ya había tenido su encuentro con la guadaña. Hasta en esto fue pionero.
De aquel golpe nacería la obra más torrencial salida de la pluma de Crosby. If I Could Only Remember My Name es una atalaya y una pira funeraria, un recuerdo para los que se fueron y un camino abierto para los que vendrán. Sus aires de western no tienen nada de épico. Tampoco de ese espíritu iconoclasta de los Byrds del Sweetheart of the Rodeo. La intención es más sencilla y terrenal. El conjunto, tenue y tétrico, como de cristalera gótica, dibuja contornos difusos que tan pronto adquieren forma de road-movie como celebran la vida con ese eslogan eterno: Music is love. La ausencia de letra en algunos de los cortes del discos no debe entenderse como falta de inspiración sino como la necesidad de que sea la música, sin significado concreto, la que marque el paso. Crepuscular a ratos, intenso cuando el ánimo acompaña, los laberintos sonoros se entremezclan hasta convertir a este If I Could Only Remember... en un pasadizo secreto a la psique de un Crosby herido. Un álbum astral y sanador, para escuchar en los días en los que la vida aprieta y necesitamos encontrar refugio en el oasis de la música.
A pesar de que su voz, su fina pluma de mercurio, aparece en cada uno de los surcos, es el debut en solitario de Crosby una muestra única del talento inabarcable de ese Laurel Canyon. A lo largo de la decena de canciones del álbum hacen acto de presencia miembros de Jefferson Airplane, Grateful Dead, Joni Mitchell -a la que Crosby había producido su estreno discográfico-, el propio hermano de David y hasta viejos conocidos como Graham Nash y Neil Young. Un gran álbum familiar de toda ese generación de vaqueros cósmicos espolvoreados por las colinas de Hollywood. Ellos cambiaron la música para siempre. Ellos tuvieron en Crosby a su átomo más reactivo y a su chispa más ardiente. En canciones como Laughing u Orleans el angelino rompía los moldes del folk-rock al uso y se entregaba al libre albedrío de las musas. Un camino que pronto se tornaría pedregoso.
A la vuelta de CSN&Y en 1974 todo parecía haber cambiado en el negocio del rock. Aquella gira mastodóntica, destinada a hundirse en sus propios excesos, anunciaba el final del sueño hippy que había alumbrado la propia banda con su debut hace apenas un lustro. También para el propio Crosby que iniciaría su lento declive personal hasta acabar entre rejas a mediados de los ochenta. Durante años su nombre aparecería en los periódicos más por sus encontronazos con la ley o la incontrolable adicción que por sus esporádicas aportaciones musicales. Huérfano de una banda que le espoleara a seguir creando, su libro de melodías apenas se ampliaría hasta prácticamente nuestros días en la que un rejuvenecido Crosby entregaría algunas de sus mejores páginas. Media decena de álbumes desde 2013 que parecían retomarlo donde lo había dejado el ya lejano aunque todavía legendario If I Could Only Remember My Name, santo y seña de la senda sonora del californiano.
Un Crosby especialmente trascendental y reflexivo, echando un vistazo por el retrovisor, con intención de enmendar errores pero sin necesidad de caer en la autocompasión. Un tipo que parecía agradecerle a la vida esa segunda oportunidad regalándonos una tanda de discos cargados de sabiduría y tesón. Un sentimiento que terminaría plasmado en un documental que tomaba su nombre del título de aquel disco de 1971. Memoria sin una pizca de nostalgia, reconforta ver al músico hacer ejercicio de introspección confirmando su fama de indomable y testarudo. Pero sobre todo provoca una sonrisa verle todavía sobre un escenario. Consciente de que todo este tiempo que le resta es un tiempo prestado, impensable para los que vaticinaron que las drogas le llevarían al otro barrio de manera prematura. Crosby lo sabe y por eso exprime sus últimas gotas de mística en discos para enmarcar como Lighthouse, Sky Trails o For Free. Escribe canciones como I Won't Stay Long que cerraría su ya último álbum a este lado del río. En sus versos se resume toda una vida dedicada a la música y a la búsqueda de una libertad que siempre fue compartida. “I don't know if I'm dying or about to be born / but I'd like to be with you today / Yes, I'd like to be with you today”.
A estas alturas resultaría inútil tirar del hilo que une a todas estas canciones. Tal vez porque el esfuerzo sobrepasaría con creces el tamaño de la recompensa. Tal vez simplemente porque nunca existió tal cosa. Están aquí y eso es lo que importa. Están aquí porque dejaron huella, permanecieron en la memoria con esa intensidad esporádica de lo milagroso. Pero no, no tienen más en común que pertenecer a esa extraño grupo de melodías capaces de enmendar hasta el más catastrófico de los días. Todas ellas tienen el poder único de aplacar los ardores profundos del alma. O de avivarlos de manera más intensa. Algunas con la fuerza del vendaval juvenil. Otras con el trazo menor de la madurez. Todas ellas sin excepción marcaron un año imposible de repetir. Por la simple razón de que fue y ya nunca será de nuevo.
En 2022 volvimos definitivamente a sentir el calor de los escenarios. Dylan regresó a este lado del globo para confirmar que nunca fue de este planeta. Su concierto en el Palladium londinense se recordará como la pincelada definitiva de un artista que dista mucho de tener un final a la vista. La sensación de asombro, de estar asistiendo a la creación de algo único e irrepetible, todavía permanece. Algo parecido al regusto que dejó el paso de Michael Head por la capital británica. Su disco de esta temporada lo confirma como el tipo que mejor conoce las calles del asfalto mojado inglés. Su rock corajudo es un rayo de sol en un país necesitado de latido vital. La euforia de su recital en Shepherd's Bush tuvo algo de curativo. Su belleza rota -como anuncia el título de una de sus nuevas canciones- volvió a recordarnos por qué seguimos amando con locura la ciudad del Támesis y los pubs de madera de roble.
Más menudos, aunque igualmente inmensos en su capacidad para emocionar, los conciertos de dos nombres de la casa permanecieron también en la memoria. Nos referimos a Katie Spencer y The Hanging Stars. La primera reivindicando el legado de Tim Buckley y la mejor tradición del folk inglés de los setenta. Los segundos entregados de manera definitiva a ese sonido que tan pronto perfila los contornos de la costa oeste americana como busca refugio en la campiña inglesa. Sin grandes aspavientos, encontrando por fin una brújula propia. Ellos son nuestra formación favorita actual a este lado del Canal de la Mancha. De igual manera que The Delines lo son al otro lado del Atlántico. Con The Sea Drift, su tercera muesca de estudio, Vlautin y compañía abandonan de manera definitiva los paisajes polvorientos de Richmond Fontaine para fundirse con ese soul de aromas noir y poso trágico. Historias de perdedores suavizadas por el terciopelo de los arreglos de viento y la voz de Amy Boone. Duele y reconforta al mismo tiempo.
Pero si hay algo que marcará nuestro recuerdo de 2022 será la cruzada de nuestros Don Quijote y Sancho Panza de la canción hecha con mimo. Nos referimos a Nacho Para y Fernando Rubio, miembros de nuestra Bantastic Fand, responsables de dos discos corajudos y cómplices. Que sientan su bases en el siglo de la bomba atómica y el rock&roll, en los recuerdos de juventud y el retrovisor nostálgico, pero que bombean vida y presente con sus melodías pop, folk y soul. Gracias por las canciones y por los sentimientos, amigos. Gracias también a Germán Salto y sus piruetas sinfónicas. Gracias a todos los que se unieron para dar un sentido homenaje al inmenso Rafael Berrio, a ese vida que amamos y a ese álbum personal de nubes sonoras. Gracias Xarim Aresté y tus canciones al calor del Serrat de toda la vida. Todas ellas sin excepción las siento cercanas a pesar de la distancia desde mi refugio al sur de Londres.
No podía cerrar este recuento de desvíos y triunfos de la temporada sin mencionar el monumental y sencillo canto al country de Wilco. En su álbum balsámico caben todos los mundos posibles, lo menor y lo universal, el país de las barras y estrellas y galaxias remotas, todos y cada uno de los recovecos de su cancionero y algunas sorpresas más. La mejor banda americana del último cuarto de siglo y punto. Como Jake Xerxes Fussell lo es en el último decenio si a arqueología de la tradición sonora yankee nos referimos. En Good and Green Again el de Georgia se atreve incluso a mostrar bocetos de su destreza como compositor. Y firma con su lectura de The Golden Willow Tree su pieza más soberbia y atemporal.
Tampoco pasamos por alto el folk hogareño de Joan Shelley, la camaradería blues de Taj Mahal y Ry Cooder, el compromiso inquebrantable con la canción de Jerry Leger o la enésima vuelta de tuerca de unos Lambchop especialmente frágiles en su reivindicación de la música sin etiquetas. El regreso de un favorito en esta casa como John Fullbright después de siete años de silencio o las canciones polvorientas y vitales de Melissa Carper bien pueden redondear el fresco sonoro de este 2022. Un cuadro que no podía estar completo sin mencionar la reedición en formato vinilo de Still Some Light, las basement tapes de Bill Fay, sabiduría y humanismo encapsulada en cada una de sus viñetas costumbristas. Tenerle todavía entre nosotros reconforta. Sus canciones curativas han acompañado un año que ha avanzado a trompicones, sin más triunfos que las pequeñas victorias del día a día y la satisfacción de que la música ha seguido empujándonos a escribir y a compartir sensaciones. Como canta Angel Olsen en la canción que abre Big Time: gracias por el viaje y todos los buenos tiempos. Nos vemos en 2023.
Han tenido que ser los últimos días de noviembre, esa época del año en la que las tardes son sinónimo de recogimiento y las farolas comienzan a brillar antes de tiempo, los que hayan traído a casa las nuevas canciones de Nacho Para. Un álbum nacido al costado del desierto almeriense pero que tiene en su portada el vértigo y el paisaje salvaje de las cumbres de la Alpujarra. Quizás por eso o simplemente porque al final son las canciones las que terminan encontrado su lugar, yo encuentro en este No parking tickets in the clouds cobijo para el invierno londinense, refugio hecho de piel de borrego y cuerdas tañidas bajo la lluvia y la niebla inglesa. A pesar de que su autor transite caminos polvorientos mucho más al sur. Puede que en eso radique precisamente la magia de este disco, pequeño y humilde en su gestación, pero universal en su capacidad para calar hondo. En arañarnos un poco a todos los que hemos caído en su embrujo. No venderá millones de copias, pero este No Parking tickets in the clouds puede presumir de haber emocionado a todo el que lo ha escuchado.
Y es que en él se dan cita la camaradería montañera y el confesionario de estufa y carbón, la tormenta de arena sahariana y la brisa caledónica, el northern soul y la coraza africana, completando así un recorrido vital que tiene mucho de álbum de fotos y recuerdos. Como en los viejos archivadores que todavía guardamos en el altillo de la alcoba, Nacho Para -nuestro Nacho, el mejor cantante al otro lado del Canal de la Mancha, el que más nos emociona al menos- ha hecho acopio de experiencias pasadas y melodías olvidadas en el baúl de la memoria para completar en doce instantáneas una suerte de autobiografía cantada. Un cuaderno de califragía personal en el que la primera persona, sin rubor y con mucho sentimiento, reina por primera vez en la boca del piloto de la Bantastic Fand. Gracias Nacho por abrirte en banda. Tu atrevimiento es nuestro gozo, un espejo en el que mirarnos cuando sentimos el vértigo de la vida.
No es que en la todavía corta -aunque inmensa en su resonancia- discografía de los murcianos no encontremos mucho de la pluma de Nacho. Que la hay y en abundancia. Él es el motor que hace girar esa furgoneta ambulante de canciones que tan pronto mira por el retrovisor a la California de los Byrds como reclama el sonido propio de la desert town cartagenera. Pero conviene nunca olvidarlo: en ese galope único de la Fand resuena siempre el deseo de compartir, la gloria y la alegría, el esfuerzo común y la celebración de los días de feria. Un nosotros que, con el paso de los años, se ha ido ampliando más allá de los estrictos límites de la banda hasta filtrarse a cada uno de los que formamos esa gran familia construida en torno al calor de las canciones bantásticas. Los éxitos de la Fand, aunque siempre modestos, son también un poco nuestros.
Esto -el disco de Nacho- es en cambio otra cosa. Algo más personal. Un desvío si se quiere del tronco común que, cosas de las canciones, ha terminado desembocando también en la carretera principal de la Bantastic Fand. Un reencuentro feliz con la tribu murciana acontecido tras el parón pandémico, pero que originalmente había nacido con otra intención. Quizás la de servir de punto y aparte para que su autor hiciera inventario de tiempos pretéritos y curvas tomadas. Tal vez la de dar simplemente salida a un lote de composiciones, algunas de las cuales llevaban más de tres décadas en el tintero. Sin más refugio que su propia voz y su guitarra. Coloreando aquí y allá con ayuda de alguno de los miembros la “fanda”. Pero con su firma impregnándolo todo. Desde el libreto de polaroids personales hasta esas letras que hablan de vidas vividas y paseos por el jardín profundo del alma, esto es Nacho Para en su versión más honesta y directa. Ya lo canta el propio autor en la taciturna Ain't Got No Time: “I'm leavin' for the country, so are you / Even if it's raining I'll stay true”.
No es la única canción del álbum en la que el almeriense echa mano de la metáfora climática para ilustrar ese viaje interior del alma. Rain or Shine o una convenientemente vaporosa Fog In The Air se suman al parte meteorológico-musical de la colección. Confirmando también que es este un disco fuerte en el apartado introspectivo, definitivamente menos festivo que las anteriores entregas de Nacho junto a la Fand. Aquí se trata de mirar hacia dentro y mostrar las entrañas a pecho descubierto, no tener miedo a exponer las vergüenzas y las dudas. “I roam in desperation / I walk in all directions but / 'Round the some old place” canta en Fog In The Air, apuntalando esa sensación de fragilidad. “So far I'm still standing” concluye en Rain or Shine, poniendo el rayo de esperanza, renovando nuestra confianza en que a pesar de los pesares nos mantendremos erguidos.
Cortes como Drivin' North o Move Around aligeran la carga trascendental, corroborando que no todo en este No parking tickets in the clouds son acordes astrales. La primera, rodada y jubilosa, habla de reencuentros y ciudades por visitar con la ayuda de unos arreglos de vientos que dan al conjunto un toque callejero. Move Around juega en cambio a ser un blues sin serlo del todo. Coquetea con el género de los doce compases cuando sopla notas de armónica, reclama su origen rural con el traqueteo del dobro, ese instrumento centenario. En Hurry Up es el violín el que pone lo brochazos de melancolía en una de esas letras en las que su autor parece estar dirigiendo sus palabras a sí mismo y a nadie más. Sensación idéntica deja Rowdy Boy, aunque Nacho asegure que se trate de una canción dedicada a un viejo amigo que hace tiempo tomó su propio camino. Puede que en eso radique también la grandeza de este disco. En hacer que lo personal y lo ajeno, la confesión individual y la narración de vidas extranjeras, se entrelacen sin que uno sepa muy bien si Nacho esta hablando de sí mismo o de cada uno de los que acercamos la oreja a sus canciones.
Pero si hablamos de grandeza no podemos pasar por alto una canción como Great Creation, verdadero corazón de la colección. No sólo porque se encuentre en su ecuador o porque su forma original cumpla ya más de treinta años en el songbook de su autor, confirmando ese sensación de panorámica vital que atraviesa todo el álbum. También lo hacen sus contornos caledónicos, ese comienzo perezoso, lleno de embrujo, con la armónica silbándole al viento, una letra que habla del nudo mismo de la cuestión, de ese acto creativo que sigue siendo un misterio incluso para el propio Nacho. Creamos, cantamos, ponemos una letra detrás de otra, no por algo tan insustancial como la ambición o el aplauso general. Lo hacemos por simple satisfacción personal, por oír al otro en nuestras propias palabras. Great Creation, con su letra sencilla y cómplice, en el que el yo se disuelve en el otro, es puro éxtasis trascendental. “I can't stand it anymore / I just want to hear your song / From you I am singing too”.
Mucho se ha hablado y escrito también sobre las influencias de Nacho a la hora de escribir sus canciones. Él, siempre honesto, nunca las ha ocultado. Su deje remite al arrastre dylanita y esa alegría en el rasgeo de la guitarra tiene algo de Ali Farka Touré. Los Byrds y Tom Petty bombean sangre desde su corazón. Y qué decir de su idilio con el Harrison juvenil. Sin ir más lejos el almeriense editó hace unos meses un volumen dedicado al Concert for George, esa celebración extática de la música del Beatle que cumple estos días veinte años. En él Nacho mezcla testimonio personal -él tuvo la suerte de estar aquella noche en el Royal Albert Hall- y vena periodística, gusto por la anécdota y sabiduría del que lleva media dedicada a contar historias. Un libro que tiene algo de tributo personal, pero que nunca cae en la ceguera del fan. Una recolección de lo que ocurrió aquella noche mágica en el patio de butacas y sobre el escenario londinense; las canciones que sonaron en la voz de Clapton, McGuinn, McCartney, Petty, Preston y un largo etcétera; los recuerdos del propio autor y esa sensación de estar viviendo uno de esos días que pasarán a la Historia -con mayúsculas- de la música popular.
En No parking tickets in the clouds, que duda cabe, hay trazas del sonido Harrison. Aunque sólo sea porque ambos, disco y libro, fueron paridos en épocas similares. Pero es en este álbum donde encuentro al Nacho más alejado de sus referentes habituales, más él mismo, menos atado por ese lenguaje americano y polvoriento que ha terminado definiendo el universo de la Fand. El paisaje es otro. Más áspero a ratos, menos determinado a agradar en el apartado melódico. Tan sólo Muses, la canción que cerraba Welcome to Desert Town, acierta a servir de enlace entre la producción de la Fand y este Nacho de rompe y rasga. Las tonalidades en sintonía blancoynegro, la emoción a flor de piel, la sensación de que al finalizar la canción te falta el aire, coinciden en una y otra. Un cierto aire al Not Dark Yet dylaniano, a ese Morrison subido al monte de Common One o al arrugado de The Healing Game. Cumbres para sus autores como lo es No parking tickets in the clouds para Nacho.
Una ascensión que no podía haber sido posible sin la ayuda de sus amigos. La del soul brother Joserra, que escribe de su puño y letra las notas del libreto. La de Isabel Márquez y Pablo Vizcaíno, que ayudan al autor a desentrañar el misterio de la lengua de Shaskespeare, un idioma que, como los que llevamos media vida escuchando a los Beatles y a los Kinks, sentimos tan nuestra como la cervantina. La de los miembros de la Fand, que van apareciendo aquí y allá en los créditos, arropando a Nacho, pero dejando que sea él el que ponga el alma y el empuje. El Hammond y los arreglos de viento de Carlos Campoy en la vanmorrisiana Into the light. Los aires bluegrass de la mandolina de Ivan Estefanía y el banjo de Paco del Cerro en In the afternoon. Los coros iniciales de Paloma del Cerro en Rowdy Boy. La slide guitar de Fernando Rubio en Great Creation. Insisto: la slide guitar de Fernando Rubio en Great Creation. Sólo esa slide es capaz de justificar la grandeza de un disco como No parking tickets in the clouds. Lo juro, amigos.
Hace unos meses el propio Rubio editó su tercera rodaja en solitario, confirmando que para muchos de nosotros 2022 será recordado ya para siempre como el año bantástico. Titulada 20th Century, en ella el cartagenero eleva la apuesta que nos había encandilado con ese Cheap Chinese Guitar de hace casi un lustro. Esto es: canciones vitalistas y un nervio rock que tan pronto se deja lleva por los contornos soul como dibuja el mejor de los ganchos pop. Let It Out, una de esas piezas radiantes y rodadas, entraría dentro de este segundo vagón. También cabría la inicial It Won't Take Too Long o ese estribillo bautizado como Wondering Aloud que podría haber salido de los surcos del Rainy Day Music de los Jayhawks. Ole Hostel Inn predica los placeres de la vida sencilla -”fried tomato sauce and life”- en una de esas composiciones que demuestra que no hace falta ningún alarde virtuoso para conseguir que las cuerdas de una guitarra lloren y hablen con sentimiento. Fernando es nuestro J.J. Cale y nuestro Robbie Robertson. Pero sobre todo es la sencillez del acorde y el artesano de la canción redonda.
Lo consigue especialmente en una embriagadora Last Night I dreamed of you, verdadera menina en una colección a la que no le faltan obras de arte para un museo de la canción perfecta. La harvest moon veraniega se mezcla con los sueños nocturnos en una pieza de reflejo cristalino. Soul de baja intensidad pero de gran carga emocional. Para cuando la canción enfila sus últimos compases y la armónica de Fernando comienza a soplar ya sabemos que estamos ante de una de esas composiciones que seguirán sonando durante decenios en nuestro refugio musical. Porque de eso va este 20th Century. De refugiarse en las canciones -y en la amistad- como antídoto infalible contra la tempestad que arrecia ahí afuera. De celebrar el mundo sencillo y cercano con melodías y acordes. De reivindicar el arte obsoleto de componer canciones. Un oficio que, como apunta el título del disco, parece de otro siglo. Una antigualla que sin embargo, como algunos se empeñan en recordarnos temporada tras temporada, sigue gozando de un puñado de seguidores escasos aunque, eso sí, fieles en su empeño.
Tiene algo de quijotesco eso de seguir editando discos a la vieja usanza. Sin más recompensa que la sonrisa del que está al otro lado. Que no es cosa menor, vaya. Ya lo habíamos dicho e insistimos aquí. Llega un momento en la vida en la que uno deja de hacer las cosas por algo tan insípido como la ambición o el reconocimiento. Que lo hace por simple satisfacción personal. Porque le sale de dentro o porque simplemente no sabe hacer otra cosa. Nacho Para y Fernando Rubio no saben hacer otra cosa que escribir canciones bonitas. Y nosotros se lo agradecemos con estas palabras. Gracias por las canciones y por el calor, amigos. Permitidme que os bautice desde el cariño como nuestros Don Quijote y Sancho Panza de la canción. Locos-cuerdos de la melodía, caballeros andantes de la música hecha con mimo, reliquias de otro siglo que a fuerza de perseverar han editado nuestras rodajas favoritas de este 2022. No las mejores o las que más portadas llenarán. Si no las que más nos han emocionado, las que más llevamos dentro, las que sentimos cercanas como la piel. Las que, en definitiva, permanecerán por los siglos de los siglos.
La primera vez que uno ve a Jerry Lee Lewis aporrear un piano el mundo se resquebraja. Un terremoto que no atiende a ninguna escala, un calambrazo directo al espinazo, te sacude, Y desde ese momento ya sabes que el mundo nunca será lo mismo. A mí me paso cuando tenía quince años y todavía no sabía qué era eso del rock&roll. Mucho menos quién era aquel tipo capaz de abusar de un piano de la manera en que lo hacía Jerry Lee Lewis. Pero aquella actuación en vídeo con un Lewis ya maduro pero pleno de energía, subiéndose sin pudor sobre las teclas, estrujando el micrófono con sus manos, restregando el sudor de su cuerpo sobre el marfil, dejando en definitiva con la boca abierta a aquel adolescente que en aquel momento todavía no sabía muy bien el significado de la música, lo cambiaría todo.
Nunca volví a encontrar aquella actuación. Tampoco lo intenté, por aquello de que hay cosas que suenan mejor en la memoria. Pero aquel primer encuentro con el rock primigenio, aquella exuberancia cruda, directa a la yugular, marcarían el rumbo. A mí y a toda una generación de rockeros que verían en Lewis la encarnación de todo lo que el género debía ser. Excitante, impulsivo, peligroso. La propia vida del músico de Louisiana lo fue y así lo plasmó Nick Tosches en Hellfire, volumen inflamable en el que se cuentan las idas y venidas de un tipo que subió al cielo y descendió al infierno sin necesidad de abandonar este mundo. Jerry Lee Lewis fue la llama eterna del rock&roll, el tipo capaz de prender literalmente fuego a su piano sólo para demostrar que podía hacerlo.
Criado en los ambientes religiosos del sur yankee, cuentan que el joven Lewis solía exprimir los himnos dominicales hasta hacer que una canción como My God is Real pareciera un pecado capital. La chispa del rock&roll ya había prendido en el de Louisiana y pronto abandonaría sus estudios para convertirse en músico de sesión de Memphis. A diferencia de otros compañeros de generación, Jerry nunca encontró oposición en casa para seguir los designios del rock, siendo su padre el primero en animarle a que viajara a la capital del estado de Tennessee para labrarse una carrera. Allí encontraría otro tipo de escuela más acorde a sus habilidades en la sede del sello Sun Records. Con la popularidad de Elvis por las nubes, Lewis entraría a formar parte en la bautizada como clase del 55, que incluiría también a Carl Perkins, Roy Orbison y Johnny Cash. Una promoción entre un millón.
Pero Jerry estaba hecho de otra pasta. Salvaje en sus actuaciones, puede que Presley volviera loco a todas las chicas. Sólo Lewis era capaz de invocar al mismísimo diablo con el simple movimiento de sus dedos sobre el piano. Canciones como Great Balls Of Fire o Whole Lotta Shakin' Going On, unido a su estilo teatral y desenfrenado, lo conectaban directamente con sus colegas al otro lado de las vías como Little Richard o Chuck Berry. También lo haría su insistencia en seguir una vida que no casaba con esa América puritana y mojigata. Si Berry había acabado en la cárcel por un asunto de faldas con una menor, la fama de Lewis acabaría de manera súbita cuando la prensa destaparía que se había casado con su prima de tan sólo trece años. Incluso los rockeros más salvajes tienen que mantener las formas.
Nada de esto ablandó al músico, que en 1964 regresaría a las tiendas con un directo grabado en el Star Club de Hamburgo, el mismo en el que los Beatles habían tocado meses antes de romper los moldes de la música popular. En aquellos frenéticos treinta y siete minutos el Killer se volvía a reivindicar como el último mohicano de aquella primera explosión rockera. Una lección de Historia de la música popular, un derroche de actitud en el que el de Louisiana incluye rendiciones de temas de la Motown y del propio Little Richard. También una lectura del clásico de Hank Williams Your Cheating Heart capaz de derretir el más helado de las corazones.
Con ella Lewis parecía anunciar su próximo movimiento, dedicando las siguientes décadas a reivindicar el legado de la música country en la llanura norteamericana. Colecciones como Another Place, Another Time o She Still Comes Around bien merecen un lugar en la biblioteca de cualquier aficionado al género vaquero. Ya en este siglo Lewis recibiría el homenaje de varias generaciones en álbumes como Last Man Standing o Mean Old Man, donde recreaba los clásicos del cancionero norteamericano con ayuda de un abultado número de invitados. Irreductible, incluso en aquellos ejercicios de nostalgia asomaba el genio irrefrenable de Lewis. Aquel crujido infeccioso que hizo tambalearse a todo el edificio de la música allá por mediados de los cincuenta. Con él se apaga la última llama del verdadero rock&roll.
Existen las palabras porque algo teníamos que inventar para intentar poner sentido a todo este caos que nos rodea. Y luego existe Bob Dylan, un tipo que hace décadas decidió subirse a un escenario para ya nunca bajarse, bailar con las musas cada noche y, sobre todo, impedir que los que intentamos poner un poco de orden en el caos de la música garabateando palabras sobre un papel nos quedemos sin ellas. Describir la música de Dylan a día de hoy resulta quimérico. Sus canciones se empeñan en no caer en ninguna categoría. Caminan por la línea fina del swing, atronan como un blues oxidado, guiñan de reojo a ese folk con el que el de Duluth dio sus primeros pasos en la música. Tienen un poco de todo lo que resuena en los viejos transistores, pero miran de tú a tú al presente con la convicción de que el único arte posible y necesario es el que habla de nuestro tiempo.
Tal vez por ello Dylan, el de hoy, el que cumplió 81 años hace unos meses, sigue empeñando en plantar batalla. En su concierto del pasado jueves en el Palladium londinense -segundo de una serie que llegará a su final el lunes de la semana próxima- volvió a demostrarlo. Y lo hizo renunciando por completo a sus canciones más universales, centrándose en ese maravilloso y majestuoso disco de 2020 titulado Rough & Rowdy Ways. Un álbum de tintes bíblicos y costuras frágiles, fin de una época y puerta de entrada a lo que vendrá. Quizás la colección de canciones más relevante en lo que llevamos de milenio. Un disco que rinde tributo al siglo de Marthin Luther King Thelonious Monk y Jack Kerouac; pero que, lejos de caer en la nostalgia, bombea sabiduría actual. Como canta el propio Dylan en Key West, Rough & Rowdy Ways es donde uno acude cuando busca un pedazo de inmortalidad.
Algo parecido podría decirse de los conciertos del artista norteamericano. Ingobernable, en constante tensión con su propia música, hace tiempo que quedó claro que uno no acude a un recital de Dylan por simple satisfacción personal. No es sólo que evite por completo su repertorio más recordado. Es primera y principalmente ese sonido imposible de definir, ancestral y enraizado al mismo tiempo, vanguardista, espinoso, capaz de retorcer cualquier canción hasta hacerla completamente irreconocible. Una melodía que no termina de posarse del todo, un acorde que se repite hasta la extenuación hasta convertirse en polvo, una banda que nunca cae en el defecto de seguir al pie de la letra los designios de su líder. Ver a Dylan sobre un escenario se asemeja a echar un vistazo por la mirilla del taller de un artesano. Un cierto pudor, una sensación de estar colándose en algo demasiado privado como para poder llegar a entenderlo por completo, circula en el ambiente. Probablemente no deberíamos estar aquí. Y sin embargo estamos porque la curiosidad es más fuerte.
A cambio el de Duluth nos regala una de esas noches inolvidables. Difíciles de relatar. Las canciones, algunas despojadas de sus ropajes, otras destiladas hasta convertirse en una caricatura de sí mismas, se agolpan unas con otras. También los sentimientos. Los de Dylan y los nuestros. I contain multitudes, la canción que abre Rough & Rowdy Ways, aparece al principio de la noche para darnos un respiro. La interpretación del minesotarra, cristalina y directa al hueso, deja al desnudo aquella galería de imágenes mágicas. “I paint landscapes / I paint nudes...”. Nunca Dylan había cantado tan bien como en esta canción. Con tanto convencimiento, con la sabiduría que da la carretera y con la majestuosidad del rapsoda. Al menos esa es la sensación que flota en el ambiente hasta que llega I've Made Up My Mind to Give Myself to You, donde incluso la propia voz del cantante parece quebrarse de la emoción. Insisto, nunca Dylan había cantado tan bien como en Rough & Rowdy Ways. Su voz rajada, inmensa, vital, es capaz de pasar del susurro al aullido sin pestañear. Interpreta, habita, reconforta verle acercarse a un micrófono.
En Londres elige como es costumbre situarse detrás del piano, del que apenas se separará exceptuando un par de momentos en los que se acerca al escenario para sentir la reverencia del público. La banda, en riguroso negro, se despliega a lo largo del escenario, con el guitarrista Doug Lancio agazapado tras el maestro de ceremonias, mirando de reojo al libro de partituras del falso profeta, intentando quizás captar algo de esa magia por encima del hombro de Dylan. Él es hilo que une al de Duluth con el resto de la formación, el traductor que hace que el lenguaje fluya por el resto del escenario. De fondo una gran cortina roja, del tono que hubiera vuelto loco a David Lynch, arroja las sombras de los músicos. La escena es sencilla, tétrica y majestuosa. Y en el centro, un poco escorado a la derecha, Dylan desde su piano-púlpito, lanzado sus proclamas y refranes. Podría ser una iglesia del Mississippi profundo, podría ser el bar en el que uno se toma su última copa antes de dirigirse al hades.
Subrayando lo primero, Dylan escoge alguna de sus canciones más bíblicas para completar el repertorio más allá de Rough & Rowdy Ways. Watching The River Flow abre la velada con la pedal steel de Donnie Harron dibujando aquella melodía de western-swing. I'll Be Your Baby Tonight -favorita personal y uno de los momentos estelares de la noche- y To Be Alone with You recuperan al Dylan de Woodstock, al obsesionado con el magma literario del Antiguo Testamento, al apostol de la vida sencilla, al Johnny Cash de levita y misa dominical. John Wesley Harding y Nashville Harding. Poco más que añadir. Más abiertamente profética, Gotta Serve Somebody conecta directamente con ese Dylan de fe cristiana, aunque todavía afilado y sarcástico. “You gonna have to serve somebody / it may be the debil or it may be the Lord”, canta el norteamericano navegando en el río que separa el blues del gospel.
Tal vez aplicándose el cuento, Dylan y su banda deciden rendir pleitesía al propio diablo con alguno de los blues más descarnados y crudos que se recuerdan. Cross the Rubicon ruge con la base rítmica de Tony Garnier -no encontraréis un bajista más elegante y fibroso en este negocio- y Charlie Drayton -su versatilidad y espíritu aventurero siempre llevan las canciones a lugares inesperados-. Incluso Lancio y Dylan se atreven a improvisar un pequeño pasaje de lucimiento instrumental en mitad de la canción emulando los pasajes asfaltados de Highway 61. Pero nada nos había preparado para el escalofrío que uno siente en el espinazo cada vez que el cantante enfila el estribillo de Goodbye Jimmy Reed. Una nota un poco más sostenida, una sílaba más larga de la habitual y todo el teatro parece venirse abajo. Como dice el refrán: the devil is in the details. Los detalles. De eso va un concierto de Dylan. No de grandes gestos, si no de pequeñas sorpresas que esperan agazapadas después de cada giro de la melodía. Para cuando algunos se enteren, cuando los que acuden a los recitales del bardo de Duluth para escuchar sus éxitos o sentir el plácido gusto de la melodía reconocible, ya será demasiado tarde.
Más balsámica y transparente, reducida a su mínima expresión, Key West sopla como una brisa de aire fresco sobre las tablas del Palladium. Tal vez menos marinera que en su versión de estudio. Más anclada en tierra firme. Permanece, eso sí, al borde del acantilado, allí donde cualquier cosa puede ocurrir. Un horizonte que, en el caso de su versión en la capital británica, termina convirtiéndose en una simple línea que separa el mar de la roca. Tanto es así que cuando la canción enfila su coda instrumental Dylan decide ocultarse por completo detrás del piano. Un último truco del mago de Minnesotta. En ese momento, con el artista escondido tras su obra, convertido en una simple sombra, uno parece rozar la inmortalidad de la que habla la canción. Y como en el viejo mito de la caverna de Platón, todo parece convertirse en copia y simulacro. En la sombra de una sombra de una sombra. En el reflejo de esa pizca de originalidad que vio nacer este mundo y que todavía permanece en algunas cosas. Dylan, qué duda cabe, la tuvo, la sigue teniendo y por eso sigue siendo único. Original como ninguno.
Sólo así se explica que encare una canción como When I Paint My Masterpiece de la manera que lo hace en Londres. Iconoclasta, picassiana, la pieza muta varias veces de piel, pasando del jazz al folk y coqueteando con el blues. Una auténtica tour de force que no desdibuja los contornos de una de las composiciones más bonitas en el cancionero del norteamericano. Que en el Palladium decida convertirla en un garabato cubista dice mucho de su compromiso con su arte. No importa lo perfectas que sean sus obras maestras del pasado. Sólo son excusas para seguir intentando escribir una nueva. Por suerte, eso sí, Dylan y su banda respetan en la medida de lo posible un himno como Every Grain of Sand. Hay cosas que, incluso para un tipo como Dylan, son sagradas.
Con la armónica del cantante bombeando las últimas notas de la canción de 1981 se cierra su set en el capital inglesa. Si alguno se asomara de nuevo al patio de butacas podría afirmar que nada se ha movido desde el comienzo de la velada. Los músicos, casi como marionetas, permanecen en su sitio como si les hubieran pegado los pies al escenario. Aquella cortina roja sigue ondeando como si nada al fondo de la escena. Y esa luz de biblioteca en lo alto del piano de Dylan, una pequeña lámpara que parece apuntar directamente a las manos del genio de Duluth, alumbra en la misma dirección. Un cuadro en apariencia inmóvil, fresco de contraluces barroco, naturaleza muerta para algunos.
Para otros, para los que acudimos a sus conciertos con la sensación de que Dylan ya no nos debe nada, los que admiramos que siga al pie del cañón, los que venimos a sorprendernos con la gran música sin adjetivos ni etiquetas. Para nosotros Dylan sigue existiendo en este mundo. No como una reliquia del pasado, si no como el tipo de voz rajada que sigue emocionándonos con su sabiduría centenaria y su manera de interpretar el mundo. Existen las palabras porque Dylan eligió ser poeta. Existe la música porque Dylan sigue surcando la carretera y subiéndose a un escenario. A eso fuimos a dar fe el pasado jueves al Palladium londinense. Y el resto resulta accesorio.
La historia es la siguiente: en la primavera de 1989 Margo, Alan, Michael y Peter llegaron al templo de Sharon para registrar diez canciones destinadas a llenar el grueso de su tercer disco. Los ánimos estaban en lo alto y las canciones fluían. Sin embargo, tras tres días de trabajo en aquel estudio improvisado, el grupo decidió recoger los bártulos y olvidarse para siempre de aquellas cintas. A día de hoy nadie se pone de acuerdo todavía sobre por qué decidieron abandonar aquellas canciones. El caso es que lo hicieron y punto. Y con ese acto consciente, un poco rebelde si se quiere, marcarían el resto del camino que les llevaría hasta nuestros días.
Cowboy Junkies, aquel cuarteto formado en Toronto en torno a los hermanos Timmins, siempre fueron sinónimo de libertad. No como una de esas palabras que uno escribe por escribir. Uno de esos eslóganes desgastados por el uso, moneda corriente de cambio. Más bien como esa capacidad de trazar una trayectoria única y personal, al costado de la industria, impulsada desde el amor más puro y genuino por la música. A estas alturas ya ha quedado más que probado que nunca llenarán estadios. Tampoco figuraran en las listas de lo más hip. Pero Margo, Alan, Michael y Peter pueden decir que en sus treinta y pico años de historia siempre se dejaron guiar por lo que les pedían las canciones. Y en aquellos días de abril de 1989 lo demostraron con creces.
Las crónicas cuentan que la banda canadiense venía de presentar The Trinity Session, segundo disco en su cuenta particular. Un álbum convertido hoy en material de culto y que ataría el destino del cuarteto durante décadas. Su estilo austero, grabado en un sólo día y con la simple ayuda de un micrófono, hablaba de una banda en busca de una sensación. Una manera de captar el espíritu de ese viaje que les había llevado por las carreteras enrolladas de Norteamérica, persiguiendo el viejo lema del country y el blues. Apretados en su furgoneta, sin más compromiso que sus canciones, los cuatro de Toronto tomarían el pulso de ese continente vasto y árido en composiciones propias como To Love is To Bury o 200 More Miles.
A ellas le añadirían lecturas en blanco y negro de clásicos de Hank Williams y Lou Reed, definiendo su estilo al mismo tiempo urbano y rural. Todas las canciones y todos lo géneros tienen más de un padre y de una madre, qué duda cabe. Pero si tuviéramos que hacer una lista con los progenitores del country alternativo -ese estilo fantástico de los noventa-, sin duda los Junkies estarían en ella. Sin quererlo, por supuesto. Su encuentro con la raíz yankee tuvo mucho de casualidad y búsqueda espiritual que de decisión consciente. Su sonido, áspero y sencillo, acabaría siendo más una respuesta a la falta de recursos económicos que un intento por convertir en fetiche aquella manera especial de grabar.
Sea como fuera, aquel The Trinity Session marcaría tendencia. O más bien chocaría de frente con la moda de la época y sus producciones sobrecargadas. Una manera sui generis de pelear a la contra. Aunque esa nunca fuera la intención de los Junkies. Lo suyo siempre tuvo más que ver con ellos mismos, con esa manera de entender la música liberada de cualquier artificio, en la que menos es siempre más. La revolución de los Cowboy Junkies, si es que alguna vez existió, fue silenciosa. De puertas para adentro, limitada a los confines de aquella iglesia de Toronto -su Big Pink particular- en la que un 27 de noviembre de 1987 grabarían un puñado de canciones en torno a un simple micrófono. De esa forma, imaginando una manera única de recoger el fruto de sus canciones, los cuatro de Toronto inventarían su propia historia. Y ganarían una página propia en el libro de Historia -con mayúsculas- de la música americana.
La consecuencia de aquella sonrisa del destino, su condena, es que a día de hoy todavía hay muchos que los recuerdan como esa banda en blanco y negro de la portada de Trinity. Como si Margo, Alan, Peter y Michael se hubieran quedado petrificados en aquella instantánea juvenil. Ellos mismos no lo ocultan y en sus recitales acuden con frecuencia a los surcos del álbum de 1988. Al fin y al cabo sin esas canciones no serían lo que serían. La tentación, sin embargo, es creer que los Cowboy Junkies de hoy son los mismos de Trinity. Esa banda pelada por la carretera que un día se atrevió a grabar un puñado de canciones sin red. Algo de ese espíritu ligero y libre, sencillo y espartano, permanece en su ADN sin duda. Pero el hilo que une los últimos treinta y pico años del grupo no es ese. Una lección que los canadienses aprenderían a las duras.
Elevados por el éxito modesto de Trinity Session, los Junkies no tardarían mucho en buscar una manera de recuperar aquellas vibraciones celestiales. Intuyendo tal vez una puerta abierta por la que colarse, los cuatro miembros de la banda trazaron su siguiente movimiento manteniéndose fieles a ese espíritu nómada, siempre al borde la carretera. La idea no era otra que ir encontrando entre concierto y concierto lugares pintorescos y únicos en los que ir recogiendo al vuelo las canciones que iban surgiendo por el camino. Repitiendo así el modus operandi de Trinity -un micrófono, todos en círculo-, aunque convirtiéndolo en una estrategia itinerante. Así sería como a comienzos de 1989 encontrarían al sur de la provincia de Ontario el Templo de Sharon.
Lo primero que uno aprecia cuando ve las fotos de la banda a los pies del santuario canadiense es la inmensidad de sus muros. Aquellas estampas relajadas y sonrientes contrastan con ese edificio abultado en sus formas, inmenso comparado con las pequeñas figuras del cuarteto, de unas dimensiones que resultan más apropiadas para los dioses que para el hombre y la mujer de a pie. Claro que nada esto impide que uno se quede eclipsado por su majestuosidad blanquecina y por la soledad de sus jardines. ¿Quién habría rechazado la oportunidad de grabar en semejante enclave? Tal fue el enamoramiento de los Junkies con aquel paraje paradisiaco que su siguiente disco -el otoñal The Caution Horses- incluiría una foto de los miembros de la banda frente al templo. Muy diferente, eso sí, sería su experiencia una vez dentro del edificio.
Una de las respuestas que más se repite cuando se pregunta a la banda canadiense sobre la grabación de Trinity Session es lo sencillo que les resultó encontrar el sonido y la configuración perfecta para registrar a los nueve músicos en torno a aquel solitario micrófono. Algo que los de Toronto atribuyen mitad a la diosa fortuna, mitad a la pericia de su ingeniero Peter Moore. En Sharon contaban con esto último, pero no así con el necesario beneplácito del azar. Tanto es así que de los tres días que acamparon allí, dos de ellos los tuvieron que dedicar casi por completo a encontrar un set que se les resistía. A esto había que añadirle que las nuevas canciones contaban con arreglos más elaborados si los comparamos con la desnudez musical de algunos de los pasajes de Tritinity. Todo ello, unido a lo desapacible del templo y a las gélidas temperaturas de la primavera canadiense, condenarían aquellas sesiones al ostracismo.
El sentir general se puede intuir en la versión de Powderfinger, el clásico de Neil Young, incluida en la reciente edición de las cintas. La voz de Peter Moore, su eco más bien, se cuela en la grabación dándole la entrada a Margo. Ella responde con un “vale, vamos” seguido de un suspiro más desesperado que convencido. Aún así la banda completa una toma que, incluso para los más avezados en el catálogo de los Junkies, no tiene nada que envidiar con la que finalmente aparecería en The Caution Horses. Lo mismo podría decirse de las versiones de Sun Comes Up, It's Tuesday Morning o Escape is So Simple, dos canciones convertidas con los años en habituales en los recitales de la banda.
Más evidente es el cambio en 'Cause Cheap Is How I Feel, donde la batería de Peter Timmins resuena con fuerza entre los muros del templo. Las dudas asoman también en Dead Flowers, relectura del tema de los Stones donde el cuarteto no termina de encontrar el tempo adecuado. Justo al contrario que en Captain Kidd, una de las canciones de las sesiones que no pasaría el corte de The Caution Horses y que junto a Mariner's Song hubiera completado un díptico precioso de salitre y épica marinera. No importa. Por el camino entre Sharon y Horses los Junkies encontrarían Witches, uno de los cortes más escalofriantes dentro de su libro de canciones. Y uno de nuestros favoritos.
Así que sí. Las canciones, los músicos, los arreglos, el impulso, la ilusión estaban ahí. Pero algo no terminó de encajar en aquellos tres días. Una sensación difícil de explicar. Tal vez atribuible al eco omnipresente en las grabaciones, a la química gélida entre los músicos, a esa pizca de fortuna que uno siempre debe tener cuando acomete una tarea tan bella y única como es la de transmitir un puñado de melodías a un rollo de cinta magnetofónica. El caso es que no fue. Aquel tercer disco de los Junkies nunca fue. Aquel álbum que podría haberse titulado The Sharon Sessions, tal vez siguiendo el ejemplo de Trinity, no fue.
Y no fue precisamente por esa misma razón. Porque alguien quiso convertir a los Junkies en la banda de Trinity. En una estampa en torno a un micrófono. Un fetiche en la época dorada de los unplugged y los conciertos desenchufados. Y ellos, siempre en busca de una nueva salida, decidieron abandonar aquel camino. Conscientes de que hay cosas que ocurren una vez en la vida y es bueno que sea así. Trinity fue lo que fue. Un momento único e irrepetible. Y Sharon no fue. Y gracias a ello tal vez tengamos a los Junkies todavía entre nosotros. Grabando álbumes que nos siguen emocionando y sorprendiendo. Surcando la carretera. En fin, existiendo.
Durante años la música de Bruce Springsteen fue la música de mi padre. Esa última balda de su colección de vinilos a la que no me atrevía a echar mano. Escuchar a Bruce era como cruzar aquella puerta que nunca quisimos atravesar, reconocer que nos habíamos hecho mayores y que las noches en la parte trasera de la barra se habían convertido en una anécdota para rememorar tiempos pasados. No mejores, aunque sí más cargados de nostalgia. Su épica callejera, chupa vaquera, óxido y gloria rockera, tenía mucho de esa vida adulta todavía lejana, de esos problemas que uno sólo afronta cuando no le queda otro remedio. Bruce era sinónimo de realidad y compromiso, martillo y herradura, a lo hecho, pecho.
Poco importaba que en sus portadas asomara como ese chico rebelde y peleón. Que los títulos de sus canciones dibujaran cadillacs rodados y sueños de perdedores. Los únicos sueños posibles, por cierto, pues los que todo lo tienen no necesitan de semejantes artimañas. Sueños en definitiva que se parecían a los tuyos y los míos. Había algo en la manera de cantar de Springsteen, una sensación imposible de explicar que me llevaba a pensar que, una vez enganchado a su madeja, me resultaría imposible volver a ver la vida con los mismos ojos, regresar a esa existencia ingenua en la que todo era posible. Inocente que era uno, ya ven.
Todo cambiaría con Darkness of The Edge of Town. O casi todo. Al menos lo suficiente como para que ya nunca hiciera falta echar la mirada hacia atrás. Bruce estaba de mi parte y eso era razón de sobra para seguir creyendo. Reasons to believe, que aullaba el propio Bruce al final de Nebraska. Si la memoria no me juega una mala pasada, recuerdo haber recorrido anteriormente los surcos de The River, disco monumental que había supuesto una puerta de entrada a un nuevo mundo para muchos, me consta. También para mi padre. Pero había algo en ese disco de 1978 que me atraía especialmente.
Primero, su portada pillada al vuelo. Cruda, un poco claustrofóbica. Ni el optimismo contagioso de Born to Run ni el azul neón de The River. Algo más personal y privado. Un lugar pequeño, tal vez hecho un poco más a mi medida. A la medida de los hombres de carne y hueso. A los que tropezamos y nos equivocamos cada día. De fondo, una habitación de hotel que invitaba a refugiarse, un rincón oscuro al final de la ciudad. El mensaje parecía asomar en la solapa de cartón, en aquellos títulos traducidos al español. La tierra prometida, La habitación de Candy, La fábrica. Los problemas, aquella vida adulta imposible de eludir, seguían acechando. Pero al menos nos quedaba una última bala, una última noche, una última oportunidad para prender las calles de fuego y rock&roll. El tanque estaba lleno y Springsteen era nuestra banda sonora.
Desde aquel momento Bruce se convertiría en mi confidente y en mi columna vertebral. Su fe ciega en el poder de la música, su aliento incansable, nunca me han fallado desde entonces. Su promesa inquebrantable con el rock, consigo mismo y con cada uno de los que siguen escuchando su música permanece en pie. Y eso, en estos tiempos en los que la lealtad y la honestidad cotizan a la baja entre los mercaderes, ya es toda una hazaña. Y es que hay en sus canciones hueco para cada momento y para cada estado anímico. No sólo ese ardor incandescente de la carretera, el primer flechazo de amor que te hace perder el norte, aquel latigazo juvenil. También el sabor amargo de la derrota se desprende de sus acordes. El zumbido silencioso de los días grises que no pasaran a la historia, pero que, pieza a pieza, van construyendo la biografía de los hombres y las calles sin nombre.
Tal vez por ello, tal vez porque mi padre lo solía poner en el coche después de que se lo regalásemos en las Navidades del 98, recurro con frecuencia a un disco menor, infinitamente menos transitado por la parroquia springstiniana, pero que me sigue curando las heridas como el primer día. Me refiero al último cedé de la colección Tracks, aquella caja de tesoros en la que el norteamericano reuniría algunas de esas canciones que se habían quedado por el camino. Allí, en ese cofre glorioso, los seguidores del de New Jersey podían encontrar los primeros bocetos de ese Bruce todavía en construcción. También parte del material que aparecería más tarde en las ediciones especiales de sus discos más laureados. Ese hilo subterráneo que une épocas y cosechas. Y al final de todo, al borde de esa ciudad de canciones huérfanas, un último trago para los que todavía guardaban fuerzas.
Ciertamente no uno para todos los gustos, conviene advertir. Acostumbrados al Springsteen bigger than life, al tipo que se comía el escenario como se comía la vida, resulta chocante enfrentarse al artista de carne y hueso, al humano demasiado humano. Construido en su mayoría a partir descartes de las sesiones de Human Touch, aquel disco rompía con la leyenda del hombre capaz de conquistar cualquier montaña. Y eso que durante su carrera Springsteen las había escalado de todos los tamaños. El ascenso inesperado al vagón del éxito y la decepción posterior, la vuelta al júbilo de las canciones sencillas y la sensación de que, al final del día, él era el único capaz de plantar batalla. Human Touch -y su hermano mellizo, Lucky Town- tenía un poco de todo eso, pero sobre todo era un intento consciente de bajarse de aquel tren desbocado que amenazaba con llevarse por delante hasta al propio Springsteen.
Pero volvamos a aquellas sensaciones de juventud.
Recuerdo quedarme fascinado con aquella caja color sepia. Con aquel título sencillo y ambiguo. Tracks. Con aquellas cuatro fotografías que identificaban a cada uno de los cedés que asomaban de la carpeta interior. La ilusión del tiovivo, la herrumbre oxidada de las llantas de coche, las barras y estrellas ondeando sobre la bandera yankee. Y en ese cuarto cedé de color verde -mi favorito- una imagen de un retrovisor surcando la carretera. "Esto es América" parecían decirme aquellas cuatro postales. Esto era América, al menos para ese chaval de doce años. Bruce Springsteen, ese Bruce de botas vaqueras y barba rizada que aparecía en la portada de Tracks, podría haber venido de Marte, que yo me lo hubiera creído. Todavía quedaban años para que las películas del oeste y la música country se convirtieran en mi credo y América en la tierra prometida. En aquel momento Bruce era el habitante de un continente perdido.
Sin embargo, bajo aquella fachada de tipo duro y curtido, demasiado adulto para un joven adolescente, yo encontraba un refugio de canciones nobles y cercanas. Aquel último cedé con la fotografía del retrovisor -el único con la firma del Boss que recuerdo sonar en casa o en el coche- se convertiría sin quererlo en mi primer contacto con un tipo convertido con los años en profeta y compañero de viaje. Un Bruce sereno, extrañamente relajado, surcaba los minutos de esa colección mágica. No entendía, claro, la mayoría de las palabras que cantaba, aunque intentaba desentrañar su significado a partir de aquellos títulos escritos con tinta divina. Brothers Under the Bridge, Sad Eyes, Trouble in Paradise, Seven Angels. Y sobre todo intuía -sabía- que bajo esa voz poderosa, imponente y desenfadada se escondía alguien que sólo sabía cantar con el corazón.
Leavin' Train, la canción que daba el pistoletazo de salida a aquel viaje, abría la apuesta desde el desfiladero del rock. Seven Angels y sus acordes majestuosos seguían una senda parecida, aunque para cuando llegaba al estribillo la música lograba elevarnos al cielo, en volandas, empujados por esos siete ángeles celestiales. Estoy seguro que Springsteen ha escrito canciones más memorables, himnos que permanecerán en el tiempo, ráfagas de energía incandescente que todavía relucen cuarenta años después. Y que lo harán dentro de otros cuarenta. Pero ninguna me llega de la misma manera que cuando su voz enfila el estribillo de Seven Angels. Os lo juro, amigos.
Le sigue Gave It A Name, pasaje que invita a apagar las luces del salpicadero, bajar las revoluciones del coche y dejar que la inercia de la carretera sirva de único impulso. Una de esas canciones en apariencia menores pero imposibles de olvidar una vez escuchadas. Sad Eyes en cambio siempre fue capaz de ganarnos desde el principio. Con ella uno se ve obligado a bajar todas las defensas, dejarse llevar por la emoción y reconocer que aún en sus épocas más grises e insulsas el genio de New Jersey se las ingenió para dejarnos canciones eternas. Tiene este volumen unos cuantas más de estas, por suerte.
Trouble In Paradise y Happy asoman como diferentes caras de una misma moneda. La primera, simplona en su melodía, adquiere forma de catálogo de reproches domésticos. Tiene algo de culebrón y de sirope melodramático. De intento por emular los viejos duetos de la Motown. La falta de contrapartida femenina hunde el aguijón de la soledad siquiera de manera más profunda en el corazón del de New Jersey. Happy en cambio es todo lo contrario. Donde en Trouble In Paradise son todo dudas, en esta encontramos a un Bruce convencido y directo. Una declaración de amor sencilla, cursi si quieren, pero con la que es imposible no emocionarse. Lejos quedaban esos días en los que los críticos más afilados acusaban al norteamericano de intentar agotar todo el catálogo de palabras del diccionario.
Cierra la colección una nueva explosión de amor romántico -la incandescente Back in Your Arms donde regresa el saxo de Clarence Clemons- y un aviso de lo que estaría por venir -Brothers Under The Bridge, descarte del enraizado The Ghost of Tom Joad, cuya letra parece anunciar la vuelta a la camaradería de la E Street Band-. Con ella se completa el retrato de ese Springsteen en letras minúsculas, de sombra quizás menos alargada, atravesando el desierto de la mediana edad. Esa misma que, curiosamente, comienza a asomar para algunos de nosotros. No importa, amigos. Bruce sigue de nuestra parte. Con más arrugas en la cara. Tal vez menos inspirado en estos últimos compases del nuevo milenio. Siempre nos quedarán, eso sí, sus obras magnas, memoria de aquellos tiempos en los que el rock era capaz de hacernos mover el culo, inspirarnos y ponerlo todo patas arriba, todo al mismo tiempo.
Y para algunos pocos, entre los que me incluyo, quedará también aquel disco final de Tracks. Seda y melodía. Costumbrismo y romanticismo de folletín. La sencillez de la vida hogareña y esos primeros viajes más allá de la frontera del barrio. Nos hicimos mayores porque empezamos a escuchar a Bruce. O quizás fuera al revés y empezamos a escuchar a Bruce porque nos hicimos mayores. Aunque, por supuesto, no lo supiéramos en ese momento. Aunque nos costara entender que la vida adulta es esa en la que dolor y pasión, gozo y derrota, se mezclan día sí, día también. Ahora que lo sabemos es demasiado tarde para dar marcha atrás. No importa. Por el camino aprendimos una lección para toda la vida: el rock, la música con mayúsculas, su promesa indestructible y su capacidad de salvar la más insípidas de las noches, se hizo carne en Bruce Springsteen. Y nosotros tuvimos la suerte de vivirlo. Ahora sólo queda cumplir con nuestra parte del trato.
Aquel cóctel explosivo de country, rock y tex-mex agitaría un cancionero escaso. Al menos si lo comparamos con la sombra proyectada sobre la música norteamericana. Doug Sahm fue una leyenda y un orfebre de la canción enraizada. Un tipo admirado por el mismísimo Dylan, que siempre le tuvo en un altar. Idéntica impresión dejaría en otros compañeros de generación como Dr. John, Flaco Jimenez o los miembros de la Creedence Clearwater Revival, que terminarían apareciendo en aquella serie de álbumes mágicos de comienzos de los setenta.
Con ellos el de San Antonio forjaría su lugar en la historia de eso que se vendría a llamar country-rock. Un extraño híbrido que contaría a tipos como Gram Parsons o Michael Nesmith entre sus héroes, pero que todavía le debe una al bueno de Doug Sahm. Sin él no se entiende el espíritu iconoclasta de aquel género bastardo, impuro y en definitiva genial. Sin él los viajes en carretera serían un poco más tristes.
Una buena muestra de todo esto lo encontramos en este Texas Rock for Country Rollers, cuarta muesca en una secuencia de álbumes en solitario que habían comenzado en 1973 con la publicación del recordado Doug Sahm and Band. De alguna manera Texas Rock devolvía al norteamericano a la casilla de salida. Con la steel guitar de Harry Hess regando buena parte del minutaje, aquel disco de 1976 tenía mucho de country aunque nunca se apartaba del camino rodado del rock&roll.
Grabado en los SugarHill Studios de Texas, donde ya habían registrado canciones nombres de la altura de Willie Nelson y Little Feat y que muy pronto vería nacer el mito de la joven Lucinda Williams, con él Sahm deja atrás los efluvios californianos de Groover's Paradise, anterior entrega rematada en los estudios propiedad de la Creedence. El viraje se haría notar especialmente en esa primera cara que fluye de manera apacible y somnolienta, donde el tejano bombea sus canciones más dulces hasta la fecha.
Así I Love The Way You Love (The Way I Love You) podía recordar de primeras a los tiempos de Sahm liderando a los Sir Douglas Quintet. Pero tras aquellas armonías pristinas se escondía una lección de melodía fina, cuero y asfalto. Give Back The Keys To My Heart remata uno de los momentos más sentidos en el cancionero del de San Antonio. Tanto que dos décadas después Uncle Tupelo, punta de lanza de una nueva generación de vaqueros rebeldes, la recuperarían para su álbum de despedida, el monumental Anodyne.
Con ella Tweedy, Farrar y compañía no sólo rendían tributo a la figura de Doug Sahm, si no que rellenaban la línea de puntos que iba desde el country alternativo de los noventa hasta el movimiento forajido que había surgido de espaldas a Nashville en la década de los setenta. Todo y uno eran lo mismo. La tradición entendida como excusa para salirse del camino marcado. Mirar hacia atrás para tomar impulso hacia delante.
La segunda cara de Texas Rock for Country Rollers tenía de hecho mucho de eso. Dejando atrás por un instante los caminos rurales del reverso, Sahm abre con la poderosa Floatway. El tributo a Gene Thomas -otro tipo al que se le agotó la suerte en Nashville-, rescatando las inocentes y juveniles Sometimes y Cryin' Inside, y la declaración de amor a la música country en Country Groove apuestan por ese viaje de ida y vuelta entre el pasado y el presente.
Pero es You Can't Hide a Redneck la que termina de romper el molde. Blues abrasado y pantanoso, en ella el tejano deja un recado para los que creen haber encontrado el maná de la revolución con ese aplastante estribillo. “You can't hide a redneck underneath that hippy hair / No matter how many joints you roll, you got a white man's soul” [“No puedes esconder un redneck bajo ese pelo de hippy / No importa cuántos porros te lies, sigues teniendo alma de hombre blanco”]. Dough Sahm, genio y figura hasta el final.
Alguien dijo una vez que existe una pizca de belleza en todas las cosas, incluso en las más deformes y obtusas. Como si la belleza fuera una toda y con el paso de los siglos se hubiera ido desperdigando por el mundo hasta cubrirlo todo con su manto. Es la belleza una de las cosas más sencillas de captar y al mismo tiempo más difíciles de medir. Existe por supuesto una belleza inabarcable, inmensa en su desmesura. Es esa que solemos asociar a cosas como las pirámides de Egipto o la Novena Sinfonía de Beethoven. Es en este caso 'belleza' sinónimo de grandiosidad y majestuosidad. Pero también existe una belleza en minúsculas, menos evidente, pero igualmente sugerente. De hecho es esta última la que penetra más fácilmente por los poros de la piel hasta contaminar todos los rincones de nuestro cuerpo. Esa que surge cuando aparece un acorde menor, una pincelada única, un leve giro que se transforma en una danza.
El arte del que hace gala Joan Shelley se compone de alguna de esas cosas en apariencia menores pero que, colocadas una detrás de otra, terminan formando la belleza en mayúsculas. La gran belleza. Enraizada en la mejor tradición del folk norteamericano, la de Louisville ha hecho de la calma una virtud, de la sencillez una manera de rozar la sublime. Sin necesidad de grandes sobresaltos, Shelley ha engarzado una discografía que sigue manteniendo las mismas coordenadas que un día le hicieron coger una guitarra y acercarse a un micrófono hace ya más de una década. El rumbo de las canciones -el único posible si uno quiere mantenerse fiel a uno mismo en esto de la música- sigue siendo santo y seña para una artista que hace tiempo que decidió tomar su propio camino.
No esperen, eso sí, grandes gestos ni desvíos en el trayecto que va desde aquellos primeros pasos de Shelley en el estudio -su primera grabación conocida data de 2010- hasta nuestros días. Ni siquiera la colaboración con nombres de la talla de Jeff Tweedy, Daniel Martin Moore o Nathan Salsburg han doblado el junco firme de su folk sedoso y eterno. El río, inspiración de alguna de las canciones de la de Kentucky, sigue fluyendo como el primer día. Su manantial de melodías y palabras engarzadas en cuerdas de guitarra se mantiene caudaloso y libre. Especialmente fino, cabe apuntar, desde que Shelley comenzara a editar para el sello No Quarter allá por 2014. Álbumes como Over and Even, Joan Shelley o Like the River Loves the Sea se mantienen erguidos como el primer día. Tienen el poso clásico reservado a las obras destinadas a permanecer, pero por su costado sigue asomando el misterio que hace que acudamos a ellos una y otra vez.
Algo así ocurre con The Spur, última muesca en la senda trazada por la norteamericana. De nuevo el gesto menor y el guiño cómplice sirven de guía a una colección que mantiene en lo sonoro al folk en el centro de la brújula. La tentación es, pues, considerar a este uno más dentro del joyero de piedras preciosas de Shelley. Algo de esto hay, por supuesto. Sin los pasos anteriores, sin las dudas y las cuestiones de antaño nunca llegarían las respuestas en forma de canciones de ahora. Recuerden: el hilo seguirá estirándose mientras haya alguien que tire de él. Pero hay en The Spur algo que lo separa del resto de álbumes de Shelley. Tal vez sea esa claridad a la hora de interpretar un nuevo lote de composiciones. Tal vez sea la rotundidad en los arreglos.
De esto último tiene mucho que decir James Elkington. Nombre a tener en cuenta en la siempre efervescente escena de Chicago, el guitarrista británico cuenta en su haber con un par de discos bajo su propia rúbrica. Dos tratados magníficos en el que la guitarra es la protagonista, aunque sin caer en el virtuosismo o el despliegue vacuo. Las canciones mandan. Como lo hacen también en The Spur, en el que Elkington ejerce de productor y brújula sonora. Suyos son los arreglos de mandola y dobro, los pellizcos de cuerda y teclados. Coloreando el conjunto pero sin abusar, plegándose a los deseos de la canción y nunca al revés. De él deberían aprender otros, quizás demasiado osados como para romper el sacrosanto credo de la melodía. La belleza, de nuevo, está en el trazo pequeño.
Ayuda también por supuesto que el material virgen, la raíz sin la cual ninguna canción podría florecer, lleve la firma de Joan Shelley. Es la de Kentucky maestra en el acorde sencillo y redondo, capaz de llenar toda una habitación con apenas un par de susurros de guitarra. En The Spur, además de contar con la ya habitual colaboración a las seis cuerdas de su marido Nathan Salsburg, Shelley se atreve por fin con el piano como instrumento principal. Breath for the Boy, Between Rock and Sky y Bolt conforman una trilogía en la que la voz de la artista se tiñe del blanco y negro de las teclas. También de la espiritualidad del gospel, que asoma con fuerza cuando Shelley se sienta frente al piano. Soul al desnudo, folk en su máximo expresión, vibraciones eternas que alcanzan sus cotas más altas en la majestuosa Bolt.
Parémonos por un segundo en este milagro hecho canción. Las notas firmes de piano abren una pieza en la que se encuentran todos los atributos que nos hacen regresar a The Spur una y otra vez. La voz imponente de Shelley, dulce y solemne al mismo tiempo. Los arreglos que se van abriendo poco a poco. Sin estorbar, ligeros, sublimes a su manera. Pero lo suficientemente atrevidos como para llevarnos en volandas a ese vaivén mágico que conforman aquellos gloriosos compases finales. Y en el centro de todo, como si de una columna vertebral se tratara, las palabras sabias de Shelley. “Haven't you grown enough? / Aren't you old enough? / Can't you carry more than your heavy self” [“¿No has crecido ya lo suficiente? / ¿No eres lo suficientemente mayor? / ¿Puedes acarrear algo más que a ti mismo?”].
El inexorable paso del tiempo, las cuitas y cuestiones universales, se convierten en el hilo que trenza la verdad de esta canción-milagro. Una verdad que es profética pero que no sermonea. Los signos de interrogación apuntalan la sensación de incertidumbre. Todos la hemos sentido llegados a una edad. Las dudas por el camino tomado, la sensación de que el tiempo se convierte más en una carga que un abanico de posibilidades, el peso de la madurez. Especialmente grave cuando llegan hijos, compromisos, encrucijadas imposibles de evitar. La propia Shelley parece hacer referencia a su recién estrenada maternidad en Home, uno de los pellizcos más dulces de la colección. También lo es Amberlit Morning, donde la de Kentucky comparte pluma y micrófono con Bill Callahan, otro de esos escritores de canciones que, de un tiempo a esta parte, ha girado su cancionero hacia los confines del hogar familiar.
Shelley prefiere, no obstante, mantenerse en los estrictos límites de lo metafórico, revelando y ocultando al mismo tiempo, haciendo de lo personal una puerta hacia otros mundos. Breath for The Boy, otra de esas canciones en la que la intérprete se atreve con el piano, adquiere así forma de parábola bíblica. Más mundana asoma Forever Blues -”is the rent coming due?”-, encargada de abrir la colección y en la que Shelley insiste con su lírica salpicada de signos de interrogación. Son las relaciones de pareja las protagonistas de abrir el cajón de dudas en esta ocasión. Por suerte ahí está el estribillo de The Spur, la claridad de ese “I'm with you”, para cerrar alguna de las heridas. No todo va a ser navegar en un mar de incertidumbres, vaya.
Faraónica desde sus primeros compases, Like The Thunder se transforma pronto en la tormenta perfecta. En el mejor de los sentidos. Otra de esas canciones disfrazada de milagro que hacen de este disco un placer para los oídos. Con ella Shelley prueba a firmar su estribillo más pop. Y le sale redondo. El latigazo sencillo de su voz unido a la guitarra eléctrica de Salsburg, más jingle-jangle que nunca, folk-rock centenario, dibujan el paisaje más bello de toda la discografía de la artista. Su joya más preciosa y la que debería abrirle las puertas, si no del éxito, esa cosa escurridiza y esquiva reservada a unos pocos, sí al menos del cielo. Del cielo divino de la música, me refiero. Aquí lo tenemos claro: Joan Shelley forma ya parte de nuestro firmamento personal.
Podríamos seguir haciendo recuento de virtudes de este álbum destinado a convertirse en clásico menor, favorito para aquellos que nunca buscamos grandes gestos en esto de la música. Las pinceladas de cuerda de When The Light Is Dying, suave brisa descorriendo las cortinas de la felicidad. El credo irresistible de Fawn. Otro prodigio celestial, sin duda. El traqueteo tranquilo de Why Not Live Here. Completely navegando aguas ya conocidas, como si Shelley quisiera cerrar la colección haciendo un guiño a sus discos anteriores. Todos magníficos, cada cual a su manera. Pero ninguno tan perfecto y completo como The Spur. Podríamos, insisto, seguir haciendo recuento de virtudes. Pero sería en vano. Sólo diremos que es pura belleza. La clase de belleza imposible de obviar. La gran belleza.